Por Jérôme Baschet
Los historiadores suelen afirmar que el siglo XX global comenzó en 1914, con el ciclo de las guerras mundiales. Es probable que mañana se considere que el siglo XXI ha empezado en el 2020, con la entrada en escena del SARS-CoV-2. Si bien lo que viene sigue bastante abierto, el encadenamiento de acontecimientos desatados por la propagación del coronavirus nos ofrece, de un modo acelerado, como una prueba de las catástrofes que no dejarán de intensificarse en un mundo convulsionado, marcado entre otros procesos por un calentamiento climático cuya trayectoria actual apunta hacia un aumento de tres o cuatro grados. Lo que se perfila bajo nuestros ojos es un estrecho entrelazamiento de múltiples factores de crisis que un elemento aleatorio, a la vez imprevisto y ampliamente anunciado, puede activar y desencadenar. El desmoronamiento y la desorganización de lo vivo, el caos climático, la descomposición social acelerada, la pérdida de credibilidad de los gobernantes y los sistemas políticos, la desmesurada expansión del crédito y la fragilidad financiera, la incapacidad de mantener un nivel de crecimiento suficiente (por no mencionar más que esto), son dinámicas que se refuerzan unas a las otras, creando una extrema vulnerabilidad que no sería tal si el sistema-mundo no estuviera en una situación de crisis estructural permanente. De ahora en adelante, toda estabilidad aparente no es más que la máscara de una creciente inestabilidad.
El Covid-19 es “una enfermedad del Antropoceno”, indicó Phillipe Sansonetti, microbiologista y profesor del Colegio de Francia. La actual pandemia es un hecho total, en el cual la realidad biológica del virus es indisociable de las condiciones sociales y sistémicas de su existencia y su difusión. Invocar al Antropoceno –ese período geológico en el cual la especie humana se ha transformado en una fuerza capaz de modificar la biósfera a escala global– conduce, me parece, a tomar en cuenta una temporalidad a triple gatillo: a) los años recientes durante los cuales, bajo la presión de evidencias cada vez más apremiantes, tomamos conciencia de esta nueva época; b) las décadas posteriores a 1945, con el auge del consumismo de masa y la gran aceleración de todos los indicadores de la actividad productiva (y destructiva) de la humanidad; c) el final del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX, cuando el ciclo de las energías fósiles y la industrialización hace despegar la curva de las emisiones de gas con efecto invernadero, señalando así el arranque del Antropoceno.
El virus que nos aflige es el enviado de lo vivo, que viene a cobrar la factura de la Tormenta que nosotros mismos provocamos. Antropoceno obliga: la responsabilidad humana está en juego. Pero, ¿responsabilidad de quien exactamente? Las tres temporalidades mencionadas permiten ser más precisos. En el horizonte más inmediato, nuestra atención está acaparada por la asombrosa falta de preparación de la mayor parte de los países occidentales, y en particular europeos. En el caso de Francia, por ejemplo, provoca indignación y rabia en la población la desaparición de los stocks de máscaras quirúrgicas que existían hasta 2009 y la falta de acción para reconstituirlos mientras se aproximaba la epidemia. Tal incapacidad para anticipar es una manifestación de otra enfermedad de nuestro tiempo: el presentismo, para el que nada existe más allá de lo inmediato. La gestión neoliberal del hospital, con sus fríos cálculos de eficiencia y rentabilidad, hizo el resto: falta de recursos, reducción del número de camas, recortes de personal, etcétera. Hace años que los médicos hospitalarios y las enfermeras, ya desbordados en tiempos normales, van gritando su desesperación, sin haber sido escuchados. Hoy día, el carácter criminal de las políticas llevadas a cabo durante décadas está a la vista de todos. Así lo declaró Phillipe Juvin, jefe del servicio de urgencias del Hospital-Pompidou en París: “unos descuidados e incapaces hicieron que ahora nos encontramos totalmente desnudos frente a la epidemia”. Y si Emmanuel Macron quiso erigirse en jefe de guerra, no debería olvidar que esta retórica, usada por tantos gobernantes, podría algún día volverse (metafóricamente?) en acusación de alta traición.
Remontarse a la segunda mitad del siglo XX permite identificar las causalidades responsables de la multiplicación de las zoonosis, esas enfermedades provocadas por agentes infecciosos que logran un salto de especie de lo animal hacia lo humano. La expansión de la ganadería y las granjas industriales, con toda su ignominia concentracionaria, tiene deplorables consecuencias sanitarias (como la gripe porcina y la gripe aviaria, por ejemplo). En cuanto a la urbanización desmesurada y la desforestación, reducen los hábitats de los animales salvajes y los empujan a acercarse más a los humanos (esto ha sido causante del Sida y el Ébola, entre otras enfermedades). Es posible que estos dos factores no hayan contribuido a la propagación del SARS-CoV-2, aunque todavía falta conocer con más precisión la cadena de trasmisión. Pero lo que resulta evidente es que la venta de animales salvajes en el mercado de Wuhan no hubiera tenido tales consecuencias si esta ciudad no se hubiera convertido en una de las capitales mundiales de la industria automovilística. De hecho, la globalización de los flujos económicos es la tercera causalidad a tomar en cuenta, con más razón si consideramos que la insensata expansión del tráfico aéreo ha sido el vector de la fulgurante difusión planetaria del virus.
También es necesario remontar dos siglos atrás, para darle al Antropoceno su verdadero nombre, sugerido por Jason Moore: el Capitaloceno. De hecho, este nuevo periodo geológico no ha sido provocado por la especie humana en general, sino por un sistema histórico específico. Este, el capitalismo, tiene por característica principal que lo esencial de la producción responde, antes que nada, a la exigencia de valorizar el dinero invertido, es decir, el capital. Desde ese momento, y si bien las configuraciones pueden variar bastante, el mundo se organiza en función de las necesidades imperiosas de la economía. De eso, resulta una ruptura civilizacional con toda la experiencia humana anterior: el interés privado y el individualismo competitivo se transforman en valores supremos, mientras que la obsesión de la pura cantidad y la tiranía de la urgencia no pueden más que conducir al vacío adentro del ser humano. De eso resulta, sobre todo, una compulsión productivista mortífera que es el origen mismo de la sobre-explotación de los recursos naturales, de la desorganización acelerada de lo vivo y del caos climático.
Cuando saldremos del confinamiento y de la urgencia sanitaria, nada será como antes –muchos ya lo dijeron-. Pero, ¿qué habrá que cambiar? ¿Se limitará el examen de conciencia a una temporalidad de corta vista, como es de temerse, o tomará en cuenta el ciclo completo del Capitaloceno? Ya entramos de lleno en el siglo XXI, es decir, el momento histórico en que la humanidad y el planeta se encuentran frente a la factura del Capitaloceno. La verdadera guerra a jugarse no tiene al coronavirus como enemigo, tal como lo pretenden los gobernantes de tantos países, sino que consistirá en el enfrentamiento de dos opciones opuestas: por un lado, la continuación del fanatismo de la mercancía y el productivismo compulsivo que no pueden más que llevar a la profundización de la devastación en curso; por el otro, la invención, que ya anda a tientas en miles de lugares, de nuevas maneras de existir que tratan de romper con el imperativo categórico de la economía para privilegiar una vida buena para todas y todos. Eligiendo la alegre intensidad de lo cualitativo en contra de las falsas promesas de una imposible ilimitación, optan por al cuidado de los lugares habitados y las interacciones del mundo vivo, la construcción de lo común, la ayuda mutua y la solidaridad, así como la capacidad colectiva de auto-organización y de auto-gobierno.
El virus vino a jalar el freno de emergencia y a parar el tren enloquecido de una civilización corriendo hacia la destrucción masiva de la vida. ¿Dejaremos que vuelva a arrancar? Eso sería la garantía de más cataclismos al lado de los cuales lo que estamos viviendo actualmente parecerá, a posteriori, un acontecimiento de moderada amplitud.
París, 31 de marzo de 2020
Enviado por el autor para su publicación en Comunizar
Traducción al castellano: Marita Yulita.