El futuro en reversa*

Volver a Geopolítica del neoliberalismo

Por Paula Biglieri y Luciana Cadahia

Si bien es verdad que desde diferentes tradiciones del pensamiento político llevamos mucho tiempo sosteniendo que nuestra presencia en el mundo no está garantizada, la actual propagación del Covid-19 nos ha devuelto esa certeza como un rayo fulminante. Ahora más que nunca nos sabemos vulnerables. La gran incógnita que aún no somos capaces de descifrar es, no obstante, qué estamos haciendo con esa certeza y qué tipo de lazos sociales vamos a comenzar a construir. No resulta sencillo pronunciarse sobre una situación límite como la que estamos viviendo. Menos aún cuando experimentamos cierto rechazo ante algunas voces que, en vez de atreverse a habitar la incertidumbre que está revelando nuestro presente, prefieren, con tal de ver cumplidos sus propios marcos teóricos, clausurar cualquier imagen de futuro. Pero tampoco creemos que se trate de guardar silencio o cerrarnos al ejercicio de imaginar, desde el campo teórico, alternativas a las fantasías capitalistas de autodestrucción. Por eso, creemos que es tan necesario asumirnos desde la incertidumbre como descubrir, a partir de nuestros marcos teóricos, indicios que puedan ayudar a organizarnos y movilizar nuestra imaginación hacia lugares aún no explorados. O dicho de otra manera, el desafío consiste en cultivar una disposición hacia lo existente que, al propiciar un encuentro entre la teoría y la praxis, sea capaz de convertir nuestra incertidumbre en una fuerza para la imaginación política.

En esa dirección, hay dos categorías teóricas que nos pueden ayudar a pensar los sucesos desatados por la pandemia global del Covid-19. Se trata de los conceptos de reactivación y sedimentación originalmente pensados por Edmund Husserl y luego reformulados por Ernesto Laclau (1990). A nosotras nos interesa, sobre todo, considerar la reformulación propuesta por Laclau, puesto que allí hay unas claves de lectura bien sugerentes desde el punto de vista político. Como él mismo nos recuerda, mientras la sedimentación se refiere a las prácticas rutinizadas o naturalizadas que han roto su vínculo con el momento inicial de su institución, la reactivación apunta al momento en que dichas prácticas son puestas en entredicho y el vínculo original y olvidado del cual proceden vuelve a hacerse visible. Esto nos ayuda a entender, por tanto, en qué medida esta desconexión con el momento instituyente de las sedimentaciones es lo que crea el hábito de asumirlas como algo objetivo, como realidades cotidianas cuya permanencia estarían garantizadas de un modo casi incuestionable. Pero, al mismo tiempo, también nos ayuda a comprender por qué producen tanta resistencia los momentos de reactivación, dado que nos confrontan con el momento instituyente de todo aquello que habíamos asumido como estable y permanente, con todo aquello que garantizaba nuestra permanencia en el mundo.

Ahora bien, Husserl elaboró estos conceptos para pensar el papel que podía jugar la filosofía en la comprensión fenomenológica del sujeto y la institución del sentido, es decir, para explicar cómo la reactivación, en su dimensión original y absoluta, se hallaba en la raíz misma de las prácticas sedimentadas. Laclau, por su parte, quizo dar un paso más e inscribir estas dos operaciones en el campo de la política. O dicho de otra manera, hacer pensable las implicaciones políticas de los hallazgos filosóficos de Husserl. Pero al introducir estos dos conceptos, sedimentación y reactivación, en lo político, Laclau propició unos efectos que trastocaron los mismos prespuestos filosóficos planteados por Husserl. No hay que olvidar que Husserl fue el útlimo gran pensador interesado en grarantizar los fundamentos últimos de la realidad y, al mismo tiempo, uno de los primeros en socavarlos. Husserl, a pesar de sí mismo, abrió las puertas a la experiencia de la contingencia radical y la ausencia de fundamento último como el nuevo fundamento de nuestra época. Es decir, la ausencia como fundamento. Podríamos decir, entonces, que Laclau se sitúa del lado de este reverso inesperado por Husserl. Y, gracias a ello, la reactivación no solo sirve para reconectar los momentos de institución con los de sedimentación, sino que revela el carácter radicalmente contingente de esas sedimentaciones que tendemos a inscribir en toda experiencia de “objetividad”, dado que toda reactivación deja expuesto que fueron obturadas otras decisiones para que determinadas sedimentaciones tuvieran lugar. La constatación vertiginosa, por no decir traumática, de estas dos operaciones pensadas por Husserl y radicalizadas por Laclau es que lo que hoy somos no es más que el resultado de una contigencia radical que podría haberse decidido de un modo radicalmente diferente. Nos damos cuenta que otras prácticas podrían haber tenido lugar, otras sedimentaciones podrían haber configurado la objetividad de nuestro presente.

La pandemia, si seguimos en esta clave de lectura, ha abierto una instancia de reactivación. Nos confronta con la dimensión instituyente de nuestras sedimentaciones y nos hacer experimentar, en carne propia, la radical contingencia de los lazos sociales que nos han constituido hasta ahora. Una cantidad considerable de prácticas sedimentadas han sido puestas en entredicho y mucho de lo que se daba por “naturalmente” dado o basado en una evidente racionalidad, ha quedado expuesto en su radical historicidad. Su conmoción se ha hecho evidente sobre todo en aquellos lugares en donde se decretó la cuarentena. De allí que surja insistentemente la pregunta sobre los posibles escenarios pos-cuarentena y encontremos variedad de reflexiones al respecto. Es decir: ¿cuáles serán las derivas de este momento de reactivación? Lo paradójico de esta cuestión es que exige, a la vez, una gran dosis de humildad para poder asumir la riesgosa tarea de plantear una apuesta radical. Es decir, nos interesa el ejercicio de humilidad no tanto porque debería estar al servicio del confinamiento de nuestras ideas, sino porque debería servirnos para pensar mejor cómo intervenir aquí y ahora. Frente al silencio cómplice de quienes condenan el acto de erigir la realidad en conceptos, preferimos correr el riesgo de participar conceptualmente en la reorientación actual del campo de fuerzas político. La pandemia, entre otras cosas, está funcionando como la coartada perfecta para darle forma a las nuevas opresiones, injusticias y horrores del futuro. ¿Qué clase de compromiso filosófico podría suponer para nosotras abandonar la tarea de pensar, nombrar y conceptualizar nuestro presente? ¿Acaso el uso de la palabra pública, en nuestra doble condición de mujeres y latinoamericanas,  no es el resultado de un conquista histórica en medio de dolorosas experiencias coloniales, patriarcales y oligárquicas?

Más aún, lo que nos ayuda a pensar el concepto de reactivación es que, justamente, las sedimentaciones del futuro aún se están dirimiendo en su contingencia radical.  Y es sobre la base de esa radical contingencia que tiene lugar, como diría Laclau junto a Derrida, la responsabilidad ética de decidir en un terreno indecible. Nosotras decidimos intervenir con nuestra voz públicamente y lo decidimos sobre la base de que no debería naturalizarse la idea de que la pandemia traerá, como una consecuencia inevitable, más sufrimiento y desigualdad a los más vulnerables de la sociedad. Consideramos que con estas disposiciones ético-políticas se juega que haya (o no) decisión de intervenir políticamente, es decir, de los diversos antagonismos que puedan entablarse (ya sea nuevos o reactualizados), de la correlación de fuerzas que puedan adquirir las diversas agregaciones políticas que se articulen en función de dichos antagonismos y de cuál sea el sentido ideológico de las posiciones políticas de quienes se impongan. Así, una primera gran disputa que está comenzando a tomar forma con la crisis desatada por la pandemia radica entre quienes apuntan a plantear la crisis en términos políticos y quienes buscan definirla como una mera fatalidad natural que deberíamos atravesar. La discusión respecto del tratamiento que deben recibir los adultos mayores en donde el brote se vuelve aún más crítico por el colapso asistencial y la falta de insumos −en especial los respiradores− es un claro ejemplo; están quienes naturalizan (a pesar de manifestar su preocupación, cariño y respeto que merecen y la necesidad de cuidarlos) el abandono de los viejos a su propia suerte, lo que en Madrid se ha dado a llamar “asistencia selectiva”, y están quienes, por el contrario, señalan el carácter político de la tragedia cuando muestran que su origen se encuentra en la decisión de implementar políticas de ajuste y privatización que, en nombre de la infalible racionalidad neoliberal, volvieron inermes a los sistemas de salud pública.

En todo caso, la reactivación también consiste en la apertura de un tiempo para hacer ver que otras decisiones podrían haber sido adoptadas y que distintas alternativas vuelven a estar también abiertas. Allí yace el desafío político de la pandemia y nuestro irrevocable compromiso de asumir un posición activa. Por ello es clave la intervención política que desde el campo popular se pueda articular, porque el Covid-19 por sí mismo no va a modificar el contexto de ajuste, desigualdad, y trabajo precario en el cual se desató la pandemia. Y porque, además, si ese contexto es modificado, nada asegura que sea en un sentido popular emancipatorio, bien podría reafirmarse la racionalidad neoliberal del ajuste infinito o inclusive reinventarse cargada de rasgos neofascistas. En todo caso, las derivas podrán llegar a tomar un rumbo emancipatorio siempre que haya quienes desde el campo popular estén decididos a dar la lucha antagonista y logren imponerse en la disputa.

Si se han podido plantear preguntas tales como: ¿quién va a pagar la crisis: los desposeídos de siempre o las élites neoliberales (o lo que es lo mismo, los ricos de siempre)? es porque el tiempo de la reactivación ha abierto espacio para que tallen en lo social demandas que hasta hace poco tiempo atrás, de ser formuladas, eran tramitadas como un mero ruido incomprensible o acaso si escuchadas eran ignoradas como absurdas reivindicaciones de grupos minúsculos radicalizados. Por ejemplo, el reclamo por una renta básica universal, el impuestos a las grandes fortunas, la nacionalización de los servicios públicos, o la proclamación de que ciertas esferas de lo social como la salud deberían quedar necesariamente por fuera de la lógica del mercado,  dejaron de ser un ruido de fondo para convertirse en demandas que interpelan tanto a las mayorías sociales como a los líderes políticos del mundo entero. En el ámbito de la academia, por su parte, hemos escuchado formulaciones impensadas como autonomistas hablando en clave republicana para pedir por la intervención del Estado o neoliberales defendiendo el desarrollo de un sistema de salud pública. Pero también encontramos un recrudecimiento de un discurso que podríamos denominar como de “altísima derecha”. Muchos representantes políticos de las élites neoliberales también están advertidos de que nos encontramos ante un momento de reactivación e intentan obturarlo de manera tal que esta crisis no se les vuelva como un problema político que abra alternativas que ellos mismos se encargaron de clausurar en el pasado. De ahí las marchas y contramarchas que sólo develan la resistencia de presidentes como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Sebastián Piñera o el Primer Ministro Boris Johnson en declarar la cuarentena y la apuesta por reforzar la lógica sacrificial del neoliberalismo (el sacrificio individual en favor de la salud de los mercados del cual habla, en su texto de 2017, Wendy Brown). Por cierto, nunca mejor expresada que por el vice gobernador de Texas, Dan Patrick, y sus declaraciones sobre el sacrificio que de sus propias vidas los abuelos estarían dispuestos a hacer para evitar el derrumbe de la economía de EUA.[1] Mientras que en Iberoamérica en países como España o la Argentina, en donde sectores de la “altísima derecha” ejercen una dura oposición, se fustigan a los gobiernos populares y de izquierdas que despliegan una política de cuidados particularmente focalizada en los sectores más vulnerables que no disponen del confort ni de los ingresos suficientes para soportar el aislamiento. Atacan la implementación de la cuarentena en nombre de la libertad y califican a estos gobiernos como autoritarios ya que: “en lugar de algunas entendibles restricciones a la libertad, en varios países impera un confinamiento con mínimas excepciones, la imposibilidad de trabajar y producir, y la manipulación informativa” (Manifiesto Fil, 2020). Si el discurso de la altísima derecha ha mostrado ciertas idas y vueltas, la oposición sin ambages apuesta a sacar rédito político de un eventual fracaso de las cuarentenas y los diversos tratamientos de cuidados desplegados para contener la pandemia. La lógica sacrificial desembozada por sobre todas las cosas trata de encontrar los relatos eficaces capaces de interpelar a las mayorías más vulnerables y lograr que estas exijan, como garantía de sus libertades individuales, una exposición irresponsable al virus

Pero al mismo tiempo que la pandemia se ha convertido en un mecanismo para agudizar las desigualdades y la exclusión, también la implementación de cuarentenas y el concomitante momento de reactivación abierto ha puesto al Estado en el foco de la discusión de lo público y cómo, desde allí, se puede llegar a antagonizar con la lógica sacrificial neoliberal. La puja transita, por tanto, en demostrar que el Estado puede volverse una superficie desde donde reinventar lo común, el lazo social, y así intentar construir y si se quiere (y por qué no) imponer una lógica solidaria por sobre la sacrificial neoliberal. Sobre todo porque si bien la pandemia nos ha arrojado a la experiencia de nuestra vulnerabilidad como especie humana, al mismo tiempo también nos arroja la certeza de que las desigualdades realmente existentes corren el riesgo de profundizarse aún más. Sobre todo porque el momento de reactivación ha dejado brutalmente expuesto que hay algo así como una “roca inconmovible”, que lejos de verse afectada por la excepcionalidad, ha mostrado sus límites. La cuarentena ha reforzado la violencia doméstica y los femicidios no han encontrado interrupción. A la vez que se ha mostrado insuficiente en los barrios populares, puesto que trae a la luz una serie de problemas asociados a la precaridad laboral y de infraestructura. Muy similar a lo que sucede en los grandes territorios que no pertencen a las grandes ciudades y en los que, la ausencia del Estado, como puede ser en las comunidades negras e indígenas, amenza de un modo mucho más brutal la propagación del virus. A fin de cuentas, todo esto nos permite comprender que el campo popular se encuentra en una posición de extrema vulnerabilidad ante la expansión de la pandemia y los usos políticos de su lógica sacrificial.

En esa dirección, el feminismo, desde diferentes voces en América latina, nos ha dado las herramientas para contraponer al Estado neoliberal un Estado de los cuidados.[2] Una de las primeras en reconocer esta posibilidad  inédita desde el feminismo ha sido Rita Segato, en su texto “Coronavirus: Todos somos mortales. Del significante vacío a la naturaleza abierta de la historia”(2020)[3]. Sin embargo, tomamos distancia de su elección por la idea del Estado Materno. En ese texto Segato defiende la gestión del presidente argentino Alberto Fernández y aprovecha esa oportunidad para recordarnos su distinción entre un Estado Paterno y un Estado Materno. Si el primero apuntaría a lo bélico y amurallado, el segundo, por el contrario, se dirigiría a la idea de hospitalidad y su carácter de anfitrión. No está demás recordar que estos rasgos que resalta Segato de lo materno están a la base de la metafísica de Levinás, cuando busca refundar una filosofía alejada del pólemos y, por tanto, de “lo político”. De ahí que la moral sea la base de una metafísica que excluye la política, con los inconvenientes que esa decisión filosófica trae para el ámbito de la ética. Pero, en realidad, lo primero que nos resulta problemático del Estado Materno sugerido por Segato es, por un lado, la sugerencia de una distinción subterránea entre lo femenino como lo conciliador y lo masculino como lo conflictual. Y, en segundo lugar, la identificación de lo femenino con lo doméstico y lo masculino con lo público, asumiendo la  idea de que deberíamos reivindicar una “gestión de lo doméstico” frente a la vocación que varias feministas hacemos de lo público. Una vieja identificación propiciada por la filosofía que, nos parece, es momento de problematizar. Así, nos dice la autora: “He dicho que cuando la tarea política masculina deja de ser una entre dos tareas políticas, y el espacio donde se ejecuta deja de ser uno entre dos espacios -el público y el doméstico, cada uno con su estilo propio de gestión- para convertirse en una esfera pública englobante y el ágora única de todo discurso que se pretenda dotado de politicidad, es decir, capaz de impactar en el destino colectivo, en ese momento, la posición de las mujeres, ahora secuestradas en la cápsula de la familia nuclear, se desploma a la calidad de margen y resto, expropiada de toda politicidad”.

Si prestamos atención a esta cita, entonces, el rechazo a lo público apuntaría a que una esfera pública englobante que “interrupa” la distinción entre lo público y lo doméstico terminaría por hacer prevalecer la “tarea política masculina” y acabaría por desplomar a las mujeres en “calidad de margen y resto, expropiada de toda politicidad”. Habría, entonces, dos estilos , dos formas binarias de “gestión” (materno -doméstico- y paterno -público-)  y la novedad del “enfoque albertiano” habría consistido en decantarse por una “gestión doméstica de la nación” como algo innovador.  Lo primero que podemos preguntarnos es por qué Segato, en su planteamiento antagonista entre lo materno y lo paterno, prefiere la palabra “gestión” a la palabra “gobierno” o “política” ¿habrá una supervivencia del legado levinasiano que obtura el plano de lo político a nivel ontológico? La segunda cuestión consiste en preguntarnos por qué lo público tiene que quedar necesariamente asociado a lo masculino y lo doméstico a la femenino, cuando históricamente esta distinción ha ido más allá de una división de género. No creemos que la apuesta por lo público nos deje “expropiadas de toda politicidad”. Posiblemente porque, a diferencia de la apuesta de Segato, nuestra trayectoría de pensamiento feminista se encuentra atravesada por el populismo y el republicanismo. Por esa razón, nos gustaría argumentar por qué nuestra posición, sin desconocer los grandes aportes de Segato, parte de la creencia de que el feminismo no solo no debe renunciar a lo público, sino que debe radicalizarse desde allí. Para parafrasear a Segato, consideramos que la “cosa pública” es un significante vacío en disputa y capaz de propiciar articulaciones hegemónicas en clave heterogéneas y emancipadoras.

Como muy bien han trabajado los estudiosos del republicanismo Julia Bertomeu (2005) y Antoni Domènech (2004), la idea de lo doméstico es un constructo de poder premoderno, atado a una idea de afecto y propiedad. Es decir, lo doméstico remitía a la propiedad del señor feudal en los términos de un vínculo con los subordinados. Así, las mujeres, los hijos y los esclavos pertenecían a la esfera de la domesticidad como un espacio carente de derechos y a la merced del Señor. Dicho de otra manera, lo doméstico no era otra cosa que la relación del Señor y el Siervo. Si bien la modernidad implicó la destrucción de la forma de vida patriarcal del feudalismo, no obstante, conservó la domesticidad como espacio de perpetuación del vínculo de propiedad del señor feudal. De manera que mientras en el ámbito de lo público cada propietario sería un ciudadano libre de la república, en el ámbito de lo privado, en cambio, sería dueño de todo aquello que asumiera como propio, es decir, sus tierras, trabajadores, esposa e hijos. Es decir, el patriarcado es eliminado en su trato igualitario con otros ciudadanos en tanto propietarios, pero conservado en sus relaciones domésticas con los desposeídos (trabajador, mujer, indígena, negro, etc.). En ese sentido, lo doméstico no es una “propiedad” de las mujeres sino el lugar al que han sido confinadas junto a otros sujetos oprimidos.

Por todo ello, quizá el desafío no radique tanto en reivindicar una gestión de lo doméstico sino, más bien, en pensar cómo los mismos sujetos oprimidos se han rebelado históricamente a este dispositivo de la domesticidad mediante la organización política. En el sentido de que las luchas de los  oprimidos ha consistido en destruir, y no en reivindicar, la domesticidad como lazo social. Nos parece más oportuno asumir que eso que -desde el punto de vista patriarcal- se ha dado en llamar lo doméstico, en realidad -desde la perspectiva de los sujetos oprimidos- se ha ido configurando como un campo popular.  Lo doméstico, por tanto, no es otra cosa que el reverso obturado de la república, esa res pública cuya cosa a descifrar nos atañe a todes. O dicho de otra manera, un devenir público de lo doméstico, entendido como una forma de organización política interesada en problematizar la idea de propiedad que ha estructurado lo público en su vertiente oligárquica-feudal. Nos parece que las experencias heterogéneas del campo-popular, en sus múltiples formas de opresión -clase, raza y género-,  han sido capaces de ir cultivando una forma de comprensión de lo público alternativo. Posiblemente la disputa no esté tanto entre lo materno y lo paterno como en dos concepciones de lo público: lo público plebeyo y lo público oligárquico. Por eso, creemos que es en la disputa por la “cosa pública” donde se juegan las reactivaciones que ha propiciado la pandemia, allí es donde observamos que se inaugura una escena pública de los cuidados y la posiblidad de ir configurando lazos sociales más justos e igualitarios que interrumpan la compulsión a lo peor de nuestras herencias reaccionarias y autodestructivas.

*Aclaramos a los y las lectora que reversa es la expresión utilizada en América Latina para lo que el hablante español entiende habitualmente por marcha atrás.

Bibliografía

Manifiesto FIL (2020), Fundación Internacional para la Libertad, https://fundacionfil.org/manifiesto-fil/, recuperado el 27/04/2020.

Laclau, Ernesto (1990), Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires, Nueva Visión.

Brown, Wendy (2017), Undoing the Demos, Neoliberalism’s Stealth Revolution, NY: Zone Books.

Farrán, Roque (2020). “Estado cuidador”, Le Monde diplomatique.

Segato, Rita (2020). “Coronavirus: Todos somos mortales. Del significante vacío a la naturaleza abierta de la historia”, Lobo suelto.  https://www.ieccs.es/category/lecturas/escenarios-de-futuro-lecturas/

Domènech, Antoni (2004), El eclipse de la fraternidad. Una lectura republicana de la tradición socialista, Barcelona: Crítica.

Bertomeu, María Julia (2005) “Republicanismo y propiedad”, Sin permiso. Recuperado de http://www.sinpermiso.info/textos/republicanismo-y-propiedad consultado 10/07(2019.

Bertomeu, María Julia (2015), “Las raíces republicanas del mundo moderno” (inédito).

Publicado por el Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social (18 de mayo de 2020)