Por Marcelo Casarin
No es fácil saber a ciencia cierta cuán efectiva es nuestra acción pedagógica, qué efectos produce en el otro, es decir, en qué medida algo se aprehende, alguien aprende. Ya Freud insistió en las profesiones imposibles: gobernar, educar… No tenemos certeza acerca de lo que ocurre en nuestras aulas. Aun cuando haya instrumentos que ayudan a vislumbrar los resultados obtenidos y que permiten, por así decirlo, evaluar al estudiante y al profesor, siempre habrá algo que se escurre: tanto los logros como los fracasos.
Eso que los teatristas llaman convivio, el encuentro del actor con los espectadores en un tiempo y un espacio únicos, puede tener su analogía en el aula, la metonimia que reúne el espacio físico y afectivo de los actores de la escena pedagógica. Allí se exponen los saberes del docente, su capacidad de transmisión –muchas veces su histrionismo–, su disposición para la escucha, sus estrategias para que la experiencia sea lo menos monológica posible, lo más participativa, interesante, movilizadora, etc. Y a su alrededor las almas despiertas, ávidas de conocimiento, aburridas o dormidas, como ocurre en el teatro: estudiantes que ponen en juego sus propios saberes, sus pasiones, sus ilusiones, sus frustraciones, sus deseos.
El despojamiento del docente, la incertidumbre y la capacidad de escucha son tan valiosos como los llamados recursos didácticos; algunas pocas certezas: no importa tanto lo que sabe, como lo mucho que está dispuesto a compartir con, a señalar itinerarios posibles.
Mediados por la tecnología
Desde el comienzo del siglo me he interesado, sin fanatismo, por el uso de tecnologías como apoyo para la enseñanza; pero no solo eso, también he participado y he aprendido a trabajar en entornos virtuales puros.
Puedo dar cuenta con moderado orgullo de varias experiencias con resultados positivos. Pero, en todo caso, he aprendido que el trabajo de la educación mediada por tecnología es una experiencia eminentemente colectiva, en la que se diluye la figura del profesor y ganan importancia las distintas personas que cumplen funciones diversas y hacen posible su desarrollo: informáticas, administrativas, diseñadores, comunicadores, pedagogos, contenidistas, etc. En definitiva,un equipo multidisciplinario hace posible que una idea –al cabo de un arduo trabajo, extendido en el tiempo –se convierta en un curso de 40 o 60 horas: algo parecido a una asignatura.
Además, al comenzar el dictado de la asignatura será necesario sumar algunas nuevas funciones: tutores, por ejemplo, encargados de acompañar a los educandos navegantes, facilitadores que estarán ahí para resolver problemas de aprendizaje y los propios de la navegación (y mitigar las angustias que produce el no verse las caras). No está de más recordar que las buenas prácticas pedagógicas recomiendan 15 cursantes por tutor/a.
Trabajo en una institución en la que se dicta una Maestría en Procesos Educativos Mediados por Tecnología que lleva varias cohortes y fue uno de los primeros programas de posgrado del país dictados de manera completamente virtual. He sido por varios años integrante del comité científico de la carrera y responsable de un curso de redacción académica que se dictó en su marco. He aprendido mucho observando el trabajo de ese programa y estoy seguro de que nadie lleva la cuenta de la enorme cantidad de horas humanas dedicadas a su desarrollo y mantenimiento.
Siempre he visto con desconfianza y preocupación –cuando no con fastidio– el empuje a la conectividad exacerbada y la ubicuidad que promueve la educación virtualizada.
Participé en un curso en el que existía un foro que se llamaba “el cafecito”, lugar de “encuentro” de los participantes en el que hablaban (escribían) de lo se les antojaba con el mismo desparpajo que en las redes sociales. Es evidente que en estos entornos se genera también una demanda de “presencia” permanente y de respuesta inmediata a los requerimientos. Se propicia el trabajo sin límite de horarios, sin domingos ni feriados.
Por supuesto que también la índole diversa de las materias hace escollo: no todas pueden adaptarse sin grandes pérdidas a las modalidades virtuales: por ejemplo, las asignaturas prácticas, las que requieren de acciones concretas de los estudiantes y un monitoreo personal del docente. Y en relación directa a esto aparece también el problema de la evaluación y la acreditación de las asignaturas.
Aun con todas estas objeciones, reconozco el enorme valor de la educación mediada por la tecnología: permite llegar a lugares recónditos y que personas que no disponen de mucho tiempo se capaciten en algún asunto particular o, incluso, cursen una carrera universitaria. Pero soy partidario de las modalidades asincrónicas, en las que cada quien puede administrar su tiempo, elegir el momento en que interviene en el aula virtual, sea para aprender, sea para enseñar; y que la interacción sea moderada.
La virtualidad en el encierro
Desde que se decretó el aislamiento social obligatorio las universidades argentinas, la mayoría de ellas por lo menos, se han propuesto evitar que se pierda el año lectivo. En algunos casos, como la institución en la que trabajo, el Rector ha sido terminante: “La Universidad Nacional de Córdoba no cierra.” Lo cierto es que la UNC –exceptuando los servicios esenciales, los hospitales propios, el Laboratorio de Hemoderivados, el campus virtual y las áreas administrativas que hacen posible que cobremos nuestros sueldos en tiempo y forma– está cerrada. La universidad está cerrada pero los docentes le hemos puesto el cuerpo a la contingencia. El cuerpo y nuestras casas.
Y todo esto porque verse las caras parece una de las cuestiones más acuciantes del momento. ¿No será una ilusión pensar que verle la cara al docente (o que este les vea las caras a los estudiantes) es real? Algo de esto ya lo advirtió Freud en 1929: “El hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos; pero éstos no crecen de su cuerpo y a veces aun le procuran muchos sinsabores”.
La imagen que vemos en la pantalla no es del docente ni de los estudiantes: es lo que nos devuelve la pantalla; sin embargo, lo que sí es real es lo que está detrás de la cámara: la casa de docentes o estudiantes donde la vida de encierro no suspende el tráfico de moradores: hijos, padres, parejas, tienen que acomodarse para que se produzca el acto pedagógico. ¿Hemos permitido que el campus se amplíe e ingrese a nuestros domus, tome nuestros corpus e implique el de nuestras familias y animales domésticos?
En estos días aciagos de cuarentena ya se han producido algunos episodios indeseados por esta invasión hogareña. Tanto que, por ejemplo, el alcalde de Nueva York ha prohibido el uso de la aplicación Zoom en las escuelas, por considerar que atenta contra la intimidad de las personas y propicia el tráfico de datos vulnerando los derechos individuales. Y aunque quizá se trate de una batalla comercial de desarrolladores de sistemas de teleconferencias, los peligros son evidentes: ha circulado por estos días en las redes sociales un video verosímil en el que mientras un profesor atiende a sus alumnos, una mujer se pasea por detrás desnuda.
Y qué pasa con los estudiantes. Qué es necesario para ser estudiante en la virtualidad: dispositivos adecuados disponibles en el domicilio y un servicio de Internet a la altura de los requerimientos de las plataformas que adoptan las aulas virtuales. Sabemos que en la universidad argentina, abierta y gratuita, es notable la desigualdad social, económica, cultural y tecnológica que separa a sus estudiantes. En las aulas reales, estas desigualdades están presentes pero muchas veces mitigadas por la cercanía física y afectiva del docente.
Pero no solo esto: que los jóvenes (la mayoría de nuestros estudiantes de grado lo son) estén familiarizados con el uso de ciertos dispositivos ¿garantiza que estén preparados para estudiar y aprender en la virtualidad?
La virtualidad y la mediación tecnológica en la universidad tienen un horizonte limitado; es preciso que las instituciones cuenten con los soportes adecuados (los servidores y las personas dedicadas a hacer que funcionen). ¿Qué pasará cuando la sobredemanda de la coyuntura esté en su pico máximo? ¿Qué pasará cuando todas las asignaturas que debían dictarse en este primer semestre del año en la universidad masiva estén en marcha? ¿Podrá el sistema garantizar un funcionamiento eficiente las 24 horas del día en la modalidad virtual?
En la pandemia, algo sucede que sale de los cálculos. Algo se escapa por los bordes de las leyes implacables del mercado. El mercado deja de funcionar como sabio regulador/generador de relaciones asimétricas y sale a pedir ayuda al Estado. Al mismo Estado al que ayer le decía no te metas, no te metas, ahora le pide ayuda. Sin embargo, a no creer que el mercado se ha rendido y cejado en su omnívora ambición. Descansa y se reconfigura para sacar ventaja en la contingencia.
Por eso, y porque apuesto por la universidad abierta y gratuita, voy poniendo fin a estas reflexiones no sin antes informar que trabajo como docente en el Centro de Estudios Avanzados y en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba; y que mientras dure la emergencia no saldré de casa y seguiré dando clases, aunque sean un poco menos reales.
Publicado en Córdoba Primero (26 de abril de 2020)