Por Evgeny Morozov
El COVID-19 es al Estado solucionista lo que el 11S fue para el Estado de vigilancia: la oportunidad perfecta para desplegar el solucionismo, una ideología que recomienda un conjunto de medidas ad hoc para mantener en funcionamiento el capitalismo globalizado. En este momento de crisis, ¿es posible pensar en una tecnología cuya infraestructura no sea la del consumo individual y que permita formas de coordinación solidarias?
a epidemia de COVID-19 surge en un contexto histórico particular. Por un lado, luego de haber creído durante treinta años que no había solución frente al alineamiento del capitalismo globalizado y de la democracia liberal, la humanidad despierta poco a poco de un coma que se había impuesto. La idea de que la situación podría mejorar, pero también degradarse, no sorprende a nadie.
Por otro lado, estos últimos cuatro años, marcados por el Brexit, la elección de Donald Trump, la ascensión y luego la caída de Jeremy Corbyn y Bernie Sanders, demostraron la resiliencia del capitalismo mundial. Un simple cambio de ideología, del mundialismo al nativismo o del neoliberalismo a la socialdemocracia, no fue suficiente para transformar las relaciones sociales y económicas. Frente a la perspectiva de una reforma total del capitalismo, las ideologías que antes parecían tan radicales resultaron impotentes y banales.
¿Qué pensar entonces de la emergencia sanitaria actual? Los que depositan sus esperanzas en el potencial transformador y emancipador de la crisis de COVID-19 corren el riesgo de desilusionarse pronto. No es que nuestras expectativas sean excesivas; algunas medidas propuestas como el ingreso básico universal y el Green New Deal son razonables y absolutamente necesarias. Sin embargo, se subestima la resiliencia del sistema actual, al tiempo que se sobreestima la capacidad de las ideas para cambiar el mundo sin infraestructuras sólidas y resistentes en el plano tecnológico y político que permitan su implementación.
El Estado solucionista
Aunque a menudo se crea que el dogma del “neoliberalismo” es la fuente de todos los males, este no lo explica todo. Desde hace casi una década vengo señalando a otro culpable, con el que de todos modos está relacionado intelectualmente: el “solucionismo”.
Esta supuesta ideología posideológica recomienda un conjunto de medidas ad hoc, llamadas “pragmáticas”, para mantener en funcionamiento el capitalismo globalizado, resolviendo al mismo tiempo los innumerables problemas y contradicciones que genera. Además, sorprendentemente, ofrece suculentos beneficios.
Los efectos más nocivos del solucionismo no residen en nuestras startups, sino en nuestros gobiernos. El Estado solucionista –una versión humanizada, pero también más sofisticada del estado de vigilancia que lo precedió– tiene un doble mandato. Debe garantizar que los agentes de la innovación (programadores, hackers y empresarios), por difíciles que sean de dominar, no utilicen sus competencias y los recursos existentes para experimentar con otras formas de organización social. No es coincidencia que para obtener el pleno beneficio de la inteligencia artificial y de la nube haya que crear una startup dotada de los recursos convenientes. Por el contrario, es el resultado de esfuerzos políticos deliberados.
La consecuencia es que los proyectos más subversivos que podrían producir instituciones de coordinación social no comercial mueren. Incluso antes de nacer. Esto explica que en más de veinte años no se hayan visto otras entidades al estilo Wikipedia. En un momento en el que el mundo está totalmente digitalizado por multinacionales ávidas de datos, el Estado espera obtener su parte del botín. Además de la vigilancia generalizada, la digitalización llevada a cabo por las empresas permitió a los gobiernos efectuar numerosas intervenciones solucionistas favorables a los mercados.
Las técnicas de nudge (1) constituyen un ejemplo perfecto de puesta en práctica del solucionismo: gracias a ellas se pueden dejar intactas las causas de un problema, centrándose en la tarea más viable de “ajustar” el comportamiento individual a la inalterable realidad, por más cruel que esta sea.
¡Todos solucionistas! El COVID-19 es para el Estado solucionista lo que los atentados del 11 de septiembre fueron para el estado de vigilancia. Sin embargo, la amenaza que representa el solucionismo para la cultura política democrática es mucho más sutil, por no decir insidiosa.
Se habló mucho de la estrategia autoritaria de China, Corea del Sur y Singapur para hacer frente a la crisis del COVID-19. En estos tres países, las altas autoridades decidieron desplegar aplicaciones, drones y sensores para prescribir lo que sus ciudadanos pueden y no pueden hacer. Como era de esperar, los defensores del capitalismo democrático en Occidente no tardaron en criticarlos.
La alternativa, expresada en las columnas del Financial Times por Yuval Noah Harari, el bardo más elocuente de la doxa de las elites, parecía salir directamente de un manual de propaganda de Silicon Valley: ¡autonomicemos a los ciudadanos a través del conocimiento!
Los solucionistas humanitarios quieren que la gente se lave las manos porque saben que es por su propio bien, y el de la sociedad, en lugar de obligarlos a hacerlo por la fuerza, como hizo el gobierno chino con la amenaza de cortarles la calefacción y la electricidad. Esos discursos solo pueden conducir a la apli-ficación de la política, aunque las aplicaciones creadas de esta manera puedan ser recompensadas por su interés humanitario.
En resumen, el llamado de Harari a autonomizar a los ciudadanos a través de intervenciones cognitivas y conductistas no difiere mucho de las medidas que promueven Cass Sunstein y Richard Thaler, entre otros partidarios del nudge. Así, la gestión política de la mayor emergencia sanitaria de los últimos cien años se reduce a los debates “pragmáticos” sobre la forma del dispenser de jabón y del lavamanos, en la misma línea de las reflexiones de Sunstein y Thaler sobre la forma de los mingitorios en los baños del aeropuerto.
En el imaginario solucionista no hay mucho más que hacer ya que todos los cuerpos e instituciones intermedias, junto con la historia, casi desaparecieron del paisaje político. Para la gente como Harari y Sunstein, el mundo está hecho principalmente de ciudadanos-consumidores, empresas y gobiernos. Se olvidan de los sindicatos, las asociaciones, los movimientos sociales y toda institución colectiva que se vincula a través de sentimientos de solidaridad.
El mantra de “la autonomización a través del conocimiento”, que es el fundamento del liberalismo clásico, solo puede significar una cosa hoy: más solucionismo. Por lo tanto, es de esperar que los gobiernos inviertan miles de millones en lo que el año pasado llamé “tecnología de supervivencia” (en inglés, “survival tech”), un conjunto de tecnologías digitales que permitirán que el espectáculo capitalista continúe, mientras alivia algunos de sus problemas más grandes. El estado solucionista reforzará así su legitimidad al reivindicar su rechazo a “la manera china”.
Por una política pos-solucionista
Lo que necesitamos para salir de esta crisis no es solo una política pos-neoliberal, sino sobre todo una política pos-solucionista. En primera instancia, podríamos terminar de una vez con la oposición binaria artificial entre la startup y la economía planificada centralizada que define nuestra manera de percibir la innovación y la cooperación social en la actualidad.
La cuestión central del nuevo debate político no debería ser “¿qué fuerza, de la socialdemocracia o del neoliberalismo, es la más adecuada para dominar las fuerzas de la competencia de mercado?”, sino más bien: “¿qué fuerza sabrá aprovechar las inmensas oportunidades que ofrecen las tecnologías digitales, en términos de nuevas formas de coordinación y solidaridad social?”
En gran medida, el “solucionismo” no es más que la aplicación del famoso eslógan de Margaret Thatcher: “There is no alternative” (“No hay otra solución”). En los últimos 40 años, los pensadores de izquierda revelaron la crueldad e impracticabilidad de esta lógica. Pero la incoherencia no impide la adquisición del poder político. De este modo, el mundo tecnológico que habitamos fue concebido de forma tal que no haya ninguna escapatoria al orden mundial dominado por los mercados que pueda institucionalizarse. Los propios límites de nuestro debate excluyen esta posibilidad.
Las dificultades que encontramos hoy respecto de la respuesta tecnológica al COVID-19 demuestran claramente hasta qué punto necesitamos una orientación política pos-solucionista. En un país como Italia –donde estoy viviendo mi confinamiento–, las soluciones propuestas carecen cruelmente de ambición. El debate gira en torno a los compromisos entre vida privada y salud pública, y la necesidad de promover la innovación por parte de las startups de la “tecnología de supervivencia” que, según la orientación propuesta por Harari, empoderarían a los ciudadanos.
Tenemos derecho a preguntarnos qué pasó con las otras alternativas. ¿Por qué sacrificar la vida privada en nombre de la salud pública? ¿Será porque las empresas de tecnología y los operadores de telecomunicaciones construyen las infraestructuras digitales actuales para satisfacer su propio modelo comercial?
Estas infraestructuras están diseñadas para identificarnos y enfocarnos como consumidores individuales; no se hicieron muchos esfuerzos por crear infraestructuras que proporcionen información anónima, a escala macroscópica, sobre los comportamientos colectivos. ¿Por qué no? Porque ningún proyecto político previó la necesidad de este tipo de análisis: la planificación, entre otras formas de coordinación social no comercial, no figuraba entre los mecanismos neoliberales. Ni siquiera los socialdemócratas las reclamaron.
Lamentablemente, las infraestructuras existentes son las del consumo individual, y no las de la asistencia mutua y la solidaridad. Al igual que toda plataforma digital, pueden utilizarse para diversos fines, como la militancia, la movilización y la colaboración. Pero a menudo esos usos tienen un costo muy alto, aunque no se vea.
Esto indica que existe una base endeble para un orden social que no sea neoliberal ni solucionista, y que deberá ser habitado necesariamente por otros actores que no sean los consumidores, las startups y los empresarios. Por muy tentador que sea construir este nuevo orden sobre las bases digitales propuestas por Amazon, Facebook, o su prestador nacional de telecomunicaciones, nada bueno saldrá de ello: en el mejor de los casos, un nuevo campo de juego para solucionistas; en el peor, una sociedad totalitaria invasiva basada en la vigilancia y la represión.
Desde la izquierda, muchas voces instan a las democracias a demostrar que pueden resolver esta crisis mejor que las autocracias. Un llamado que puede sonar a hueco, porque las democracias actuales dependen tanto del ejercicio no democrático del poder privado que, de democracia, solo les queda el nombre. Al celebrar “la democracia”, se celebra sin querer el contingente invisible de startups al borde de la quiebra y de tecnócratas no tan inofensivos que constituyen el Estado solucionista.
Si esta democracia tibia sobrevive al COVID-19, debería en primer lugar tomar una vía pos-solucionista para emanciparse totalmente del poder de las empresas privadas. De lo contrario, corremos el riesgo de reproducir la vía autoritaria, pero con una elite aun más hipócrita en materia de “valores democráticos”, de “mecanismos reguladores” y de “derechos humanos”.
1. En español “pequeño empujón”. Aplicado a la economía, significa una pequeña intervención en nuestro medio ambiente que modifica los mecanismos de elección. Léase Laura Raim, “La nueva ciencia económica, peor que la anterior”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, julio de 2013.
Publicado en Le Monde Diplomatique (mayo de 2020)