La Córdoba que espero

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Por Cala Galindez1
Vivo en la ciudad de Córdoba desde que nací. Siempre viví en el mismo barrio, bastante alejado del centro.

De los 5 a los 18 años asistí a un colegio ubicado en pleno centro: calle Buenos Aires esquina Entre Ríos. Puedo decir que toda mi vida estuvo atravesada por el ámbito urbano cordobés.

De chica me movía de mi casa de barrio al colegio en el centro, ida y vuelta en transporte escolar. Mis padres me hacían saber todo el tiempo los peligros que implicaba “moverse sola por el centro en estos tiempos” repetían: “las cosas no son como cuando nosotros éramos chicos”.

Desde que empecé salita de cinco mis papás me enseñaron que tenía que andar sin miedo pero siempre atenta, que nunca me iba a retirar del colegio alguien que no fuera papá, mamá o el transportista. Se ocupaban de contarme que en la ciudad hay personas buenas como malas, que no todos tienen buenas intenciones, que no hable con extraños y que no acepte caramelos a nadie porque hay gente que se dedica a secuestrar chicas que andan “papando moscas”.

Por supuesto que todo aquello me causaba terror, pero yo adoraba ir al centro, me gustaba mi colegio, los atractivos de la zona, el Patio Olmos y mucha gente caminando, pero me daba bronca el precio que tenía que pagar para moverme sola.

En el secundario dejé de utilizar transporte escolar y empecé a volverme en colectivo. Eso implicaba salir del colegio, caminar hasta la parada, esperar unos 30, 40 ó 50 minutos a que llegue el colectivo, 30 minutos de recorrido, bajarme en mi barrio y llegar a casa en una pieza. “Qué difícil ser mujer” pensaba, siempre creí que los chicos no tenían que andar tan “atentos” por la ciudad como yo.

Desde ese entonces empecé a conocer la ciudad sola, sin mamá o papá dándome la mano para cruzar la calle. A medida que crecí comencé a prestarle atención a otras cosas, sobre todo a los contrastes con los que uno se topa en el centro: todos los días me bajaba del colectivo a las 7 de la mañana y caminaba por la Buenos Aires hasta mi colegio. Yo iba con mi uniforme, abrigada, estrenando zapatos y mochila y de repente me encontraba con un colchón en el piso y un “linyera” cubierto en colchas durmiendo. Me llamaba profundamente la atención. Me preguntaba cómo podía ser posible que un ser humano viva en esas condiciones mientras que yo venía de mi casa, desayunada, con la merienda en mi mochila y yendo a un instituto privado de educación. Yo tenía mi semana organizada por horarios y la persona que estaba tirada en el piso no tenía idea de qué le esperaba para su día, ni mucho menos para su vida. Era una realidad en la que pensaba todos los días y muchas veces antes de dormir. ¿Qué pensará él de mí y qué pienso yo de él? Moría de ganas por hablar con el “linyera” de la Buenos Aires e intentar comprender su realidad (a mis viejos les hubiera dado un infarto).

Hasta el día de hoy pienso en esas cosas que marcaron mis primeras experiencias en mi querida ciudad. Y en este contexto de pandemia, encuentro el espacio para seguir pensando el contraste urbano que me intriga desde pequeña. Aprovecho mis conocimientos como estudiante de Sociología para intentar comprender aquello a lo que nunca le encontré respuesta.

¿Qué pensarán los que viven en la calle cuando escuchan al presidente decir “quedate en tu casa” “hagamos un esfuerzo entre todos”? ¿poseen algún sentido de pertenencia hacia la ciudad o el país?

La crisis que desató el Covid-19 no hizo más que poner en evidencia el mal funcionamiento de la ciudad. Siento que la pandemia en Córdoba, como en muchos otros lugares del mundo, sacudió nuestras estructuras y actuó como el lobo soplando casas de paja que habían sido vendidas como casas de ladrillo.

¿Qué es necesario hacer para que dejemos de usar paja para construir nuestra ciudad?

Resulta sumamente complejo encontrar soluciones factibles y compatibles con nuestro momento en la historia. ¿Dónde nos encontramos como ciudad? ¿A quién miramos para decir dónde estamos?

Creo que en estos tiempos de incertidumbre nuestros individualismos se han exacerbado, nadie confía en nadie y predomina el “sálvese quien pueda”. El mundo individual nos da seguridad y el mundo colectivo nos causa rechazo.

Quiero una Córdoba en donde nadie tenga que esperar una limosna u obra de caridad para sobrevivir. ¿Por qué sus derechos básicos y necesidades humanas de primer orden tienen que ser solventadas por otros ciudadanos que se apiaden de su situación? Estas personas no tienen más proyecto que vivir al día, no se pueden dar el lujo de construir un proyecto a futuro. ¿Por qué tienen que esperar a que el Estado o los ciudadanos les demos lo necesario para solventar su “hoy”?. Su “mañana” no existe y tampoco tienen las herramientas para construirlo. Lamentablemente, el futuro de los cordobeses, como el de la mayoría en este mundo, depende del azaroso hecho de “la familia en la que te tocó nacer”.

Quiero una Córdoba con igualdad de oportunidades sin importar de dónde venimos. El Estado y el ciudadano están para ayudar al “linyera” a solventar su día, no hay sustento para su crecimiento y proyección futura. Está bien ayudar a los que están pasando por un momento difícil, el problema es que, cuando se trata de una persona sin hogar, muchas veces hablamos de su vida entera como “momento difícil”.

Mi ciudad ideal es aquella en donde todos podamos tener el privilegio y la oportunidad de acceder a las herramientas que nos permiten proyectar, crecer e insertarnos en la sociedad. Una Córdoba en la que ningún padre tenga que pasar por la angustia de no saber si su hijo volverá a casa. Quiero una Córdoba sin incertidumbres, quiero una ciudad inundada de esfuerzos, sueños y proyectos comunitarios como individuales.

 

 

1 Estudiante de la carrera de Licenciatura en Sociologìa de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC