La peste negra y la invención del enemigo

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Por César Tcach

a peste bubónica que asoló Europa y mató a más de un tercio de su población entre 1347 y 1352 fue descripta por Giovanni Boccaccio en sus célebres cuentos de El Decamerón, escritos originariamente en dialecto florentino.

“En las ciudades, caían enfermos por millares y, falto de cuidados y de ayuda, morían casi todos. Se encontraban, a la mañana, sus cuerpos en las puertas de las casas (…) Se había llegado al extremo de no prestar más importancia a un moribundo que la que hoy inspira el animal más insignificante. Los villorios no tenían mejor destino. Privados de los cuidados del médico, sin contar con la ayuda de ningún sirviente, los pobres y desdichados labradores perecían con sus familias (…) en sus granjas, en sus chozas aisladas, en los caminos y hasta en los campos. Los animales, el ganado, las vacas, las cabras, las aves de corral, hasta los perros, esos fieles amigos del hombre, vagaban aquí y allá por los campos, en las tierras en que las cosechas habían sido abandonadas, sin ser recogidas ni aún cortadas”, escribió.

Las explicaciones dadas por sus contemporáneos remitían a una conjunción desfavorable de las estrellas y a la corrupción del aire. Algunas, más sagaces, se asomaban a la hipótesis del contagio.

Pero en el imaginario popular la causa principal se relacionaba con el hecho religioso: se trataba de un castigo divino, o bien de los maleficios producidos por el diablo a través de sus servidores en la tierra: los judíos, las brujas, los leprosos.

Pese a la bula del papa Clemente VI, documento del mes de septiembre de 1348, que había explicado con mucho detalle que los judíos morían por la peste tanto como los cristianos y que ésta se expandía también en regiones en las que no había judíos, sobre ellos recayó la responsabilidad principal.

Se extendió, así, la fábula por la cual los judíos envenenaban los pozos de agua con el fin de destruir a la cristiandad.

El historiador León Poliakov recuerda los detalles del mito: los hebreos habrían introducido en las fuentes de agua unas bolsitas venenosas que contenían sangre humana, orina y tres hierbas secretas que mezclaban con polvo de hostias consagradas.

El mito del deicidio –que en rigor de verdad los sacerdotes católicos habían alentado durante siglos– derivaba, así, en otro mito que tuvo como corolario el exterminio y la hoguera de decenas de miles de judíos (en las ciudades alemanas de Worms y Oppenheim, ante al avance de las turbas, los hebreos optaron por incendiar sus barrios y perecer entre sus llamas).

Los “flagelantes”

En este contexto, proliferaron bandas de penitentes –conocidos como “flagelantes”–, que se azotaban y mortificaban en procesiones públicas pidiendo el perdón de sus pecados. Recorrían las ciudades de Alemania, Francia, Italia, Suiza, Flandes y otros lugares, vestidos de blanco con una capucha sobre el rostro y cruces de color rojo.

De acuerdo con los historiadores españoles Emilio Mitre y Cristina Granda, tenían prohibido el trato con mujeres y todos tenían un ritual similar: se cambiaban de vestimenta en las puertas de las iglesias, “marchaban en círculo y uno a uno se arrojaban al suelo para que los otros les pisotearan y les pegaran; al acabar esta rueda, se flagelaban todos juntos cantando himnos”.

Estas exhibiciones públicas terminaban frecuentemente con una matanza de judíos y sospechosos de tratos con el diablo. En 1349 el papa Clemente VI intervino nuevamente y calificó a los flagelantes como herejes, y la Universidad de París levantó su voz para condenarlos.

Las “brujas”

No es de extrañar la desconfianza de los flagelantes hacia las mujeres. Eran percibidas como copartícipes secundarios del drama que se vivía. La brujería –entendida como un tipo de magia maléfica– iba siempre unida a la mujer y a las sombras de la noche, en cuanto ser “más débil” podía ser más fácilmente seducida o capturada por el diablo.

Por eso, la reunión de brujas recibió el mismo nombre que la jornada de descanso de los judíos: shabat. Más aún, en la iconografía de la época, la Sinagoga fue representada como una mujer con una banda en los ojos, signo de la ceguera en reconocer a Cristo.

La peste negra del siglo XIV fue el prefacio de una revolución cultural: el Renacimiento de los siglos XV y XVI que situó al ser humano como eje del mundo e hizo florecer las artes y las ciencias. ¿La peste del coronavirus en el siglo 21 será el prólogo de una nueva era?

En contraste con la Edad Media, el predominio del pensamiento político secularizado y el afianzamiento de la democracia liberal dejaron atrás los mecanismos de adjudicación de culpas por motivos de raza, religión o género. Ante las epidemias, ya no se trata de Dios o del Diablo.

Subsiste, empero, un tenue y sutil hilo conductor: la tentación de inventar un enemigo al que hay que vigilar y castigar.

La moderna tecnología digital –que ni siquiera Orwell fue capaz de imaginar en su célebre novela 1984– hace superfluos los panópticos y supone, coetáneamente a la pandemia que sufrimos, una revolución en el campo del control social que traza nuevas fronteras entre lo estatal, lo público y lo privado.

* Investigador principal del Conicet y profesor titular plenario de la Universidad Nacional de Córdoba

Fuente: La Voz del Interior (12 de abril de 2020)

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