Las personas y las cosas

Volver a Antropoceno

Por Alejandro Galliano

 

Ya no estamos solos. Si hasta el año pasado la discusión pasaba por la posibilidad de que la Inteligencia Artificial nos reemplace o incluso nos gobierne, hoy surgen otras presencias. Algunas siempre estuvieron ahí. El llanto por los koalas muertos en los incendios de Australia nos recordó que matamos 56 millones de animales al año para cocinarlos, sin contar peces y mariscos. Es un dilema ético para una sociedad que ama cada vez más a sus mascotas. Pero también es un derroche: el ganado insume más espacio, agua y tiempo que la agricultura para producir la misma cantidad de proteínas. Si todos los pobres del mundo pudieran comer un bife todos los días, el planeta colapsaría.

Otra presencia es la nueva peste. No faltaron quienes leyeron al coronavirus como una conspiración biopolítica, una venganza de la Pachamama, una enfermedad de chetos que pueden viajar o boomers que deben morir. Una explicación igualmente perturbadora, aunque menos imbécil, es que el capitalismo ya abarcó a toda la Naturaleza: no hay exterior ni secretos para el mercado. El ganado se esparce por toda la tierra, la carne viaja por todas las ciudades. Aquello que durmió por siglos en el fondo de una cueva o bajo el permafrost hoy circula entre nosotros. Hay mercado para la carne de murciélago, para nuestros likes y para hacer turismo en la playa más alejada del mundo. Y hay vía libre para virus, bacterias y algoritmos. La Humanidad hoy es tan rica que puede tenerlo todo, incluso aquello que no pidió. Y las personas hoy somos tantas que no podemos relacionarnos bien con ninguna cosa: la matamos o nos mata.

Salir del Antropoceno

Antropoceno es la palabra de moda para definir a este nuevo estado de cosas. Así se llama a esta edad terrestre marcada por la fuerza geológica de la acción humana. Sea la detonación de bombas atómicas, la capa de carbón que la Revolución Industrial depositó sobre la superficie del planeta, o la laceración constante de la tierra en 12 mil años de agricultura (el «mayor error de la Humanidad» según Jared Diamond). Pese a su sonido científico, Antropoceno es un concepto que entusiasma más a sociólogos y periodistas que a geólogos. Peor aún, incurre en el mismo vicio que nos trajo hasta aquí: poner al ser humano en el centro de la escena, cuando son muchas las personas no humanas que nos están diciendo que el mundo no es nuestra casa. Luego de Darwin y Copérnico, necesitamos una nueva herida narcisista que nos saque del medio para poder vivir mejor con las cosas que nos rodean.

Quizás la expresión más larvada de ese antropocentrismo es la convicción posmoderna de que no hay hechos, sólo interpretaciones. Todo es cultura, todo es lenguaje, todo es político. Lo que en Kant todavía pudo ser un humilde gesto de resignación («nunca vamos a acceder a las cosas en sí»), con el tiempo se transformó en otro gesto de soberbia humanista («podemos resolver todo dentro del lenguaje, las cosas en sí no existen»). Pero hoy son las cosas las que nos hablan: el hielo se derrite, los algoritmos nos conocen, los bosques se nos mueren, los virus nos matan. Relativizar a las cosas en nombre de juegos discursivos nos deja más cerca de Trump negando el calentamiento global como un invento de los medios que de Nietzsche o Heidegger. Incluso la literatura, esa iglesia del lenguaje, hoy se cuestiona la centralidad humana.

Donna Haraway y Timothy Morton se llevan varios años de edad. Aún así tienen mucho en común: una curiosidad interdisciplinaria (ella pasó de la biología a la theory; él, de la literatura a la ecología), una escritura proteica, desenfada, casi irritante, y una inclinación filosófica por el llamado materialismo especulativo. Y un proyecto similar: amigarnos con las cosas para poder convivir con nuestro entorno.

En Ecología oscura (Planeta, 2019), Morton utiliza la ontología orientada a los objetos, según la cual una bacteria o una baldosa cotizan igual que Greta Thunberg o un algoritmo, para pensar una nueva ecología. Para él, el Antropoceno es un hiperobjeto: un objeto tan grande en el espacio y en el tiempo que es imposible de percibir en su totalidad. Y, por eso mismo, fácil de negar o de no entender. Como hiperobjeto, el Antropoceno nos envuelve y nos hace pensar en sus propios términos. Imposible solucionarlo con una decisión individual o local: somos parte de una especie que nos trasciende como individuos. La propuesta de Morton es un nuevo «pensamiento ecológico» que reconozca que somos un objeto más entre otros objetos no humanos. «La ecología, al fin y al cabo—dice Morton—es el pensamiento de los seres a distintas escalas, ninguna de las cuales tiene prioridad sobre las demás».

En Seguir con el problema (Consonni, 2019), Haraway descarta al Antropoceno y a su versión marxista, el Capitaloceno, y propone pensar un Chthuluceno, de khthón, «tierra» en griego. Los seres chthónicos son los seres de la tierra, ancestrales y extraños para nosotros, que vivimos buscando una solución en el cielo, sea Dios o SpaceX. El Chthuluceno de Haraway es la hora de volver a la tierra y crear parentesco con estos seres, reconocernos como parte de un compost que los incluye. Las palomas como plaga y héroes de guerra, los lemures y los pueblos originarios, las abejas, las mujeres y los pólipos coralinos son algunos de los seres que Haraway estudia como compañeros de destino: «Estamos en riesgo mutuo. Contrariamente a los dramas dominantes del Antropoceno y el Capitaloceno, los seres humanos no son los únicos actores importantes en el Chthuluceno (…) 250 millones de seres humanos dependen hoy de una integridad continuada de estos holobiomas para poder vivir y morir bien».

Por un comunismo total

Los diagnósticos de Haraway y Morton son eficaces para sacar a los humanos del centro del escenario pero no nos dicen cómo sigue la obra. Quizás el problema es que su materialismo se limita a nuestra relación con «la Naturaleza». Pero otras cosas nos reclaman como personas: la tecnología (que nos reemplaza, que nos domina), las mercancías (que hoy son casi todo y no controlamos) y nosotros mismos (cada vez menos dispuestos a aceptar nuestras propias reglas y autoridades). Las personas y las cosas se mezclan en la tierra, en la web y en la calle. Salir del antropocentrismo puede ser reducirnos a cosas o puede ser reconocerlas como personas: extender el artificio humano hasta disolvernos con el entorno material.

Esto puede sonar como otro «retorno a la Naturaleza» pero no es así. La Naturaleza está muerta. Hace años que la liquidamos, la empaquetamos y la consumimos íntegra. El capitalismo llevó a la civilización hasta los bordes del planeta y más allá. Todo es artificial, nada funciona como debiera, «naturalmente». Los pájaros anidan en bolsas rotas y los osos comen nuestra basura. Hoy esperar que «la Naturaleza» recomponga su equilibrio es como esperar que el mercado se autorregule. A la vuelta de la esquina nos espera otra sequía, otro virus o una nueva crisis financiera.

Una solución es justamente olvidar la distinción entre natural y artificial, como proponen Alyssa Battistoni o Benjamin Bratton. Salvar a «la Naturaleza», recuperar un espacio de convivencia con los objetos no humanos, es una tarea artificial. Seremos nosotros, con nuestras leyes y tecnologías, los que logremos quitarnos del medio. Pero claro que deberemos usarlas de una manera radicalmente diferente. Automatizar para gastar menos (tiempo, recursos, vida) y no para ganar más, gobernar para personas humanas y no humanas. Renunciar a algunas de esas palabras tan bellas que nos acompañaron estos años: la Libertad de Mercado, la Voluntad del Pueblo, la Naturaleza que es Sabia, el Dios que proveerá, el Mundo que siempre está progresando. Todo eso es mentira y ya lo sabemos. Pero necesitamos alguna verdad, práctica y artificial. Aunque sea incómoda. Y trabajar en esa dirección.

El mundo no es nuestra casa ni guarda ningún sentido. Pero aquí estamos, rodeados de cosas. Lo que pide el animalismo para ese ternero es lo que pedía Gilbert Simondon para este software: reconocerlos como personas. Un comunismo total que nos iguale a todo lo que nos rodea, un nuevo pacto ontológico y político: que los algoritmos acepten nuestras leyes y que los árboles y palomas compartan nuestros derechos. Lo que estoy diciendo es un delirio pero es un punto de partida. O un horizonte hacia el cual surfear. Lo contrario es entregarse al éxtasis apocalíptico, la zona de confort de la nueva derecha que nos ofrece un minuto más de vida a costa de mutilarnos.

Lo mejor de los apocalipsis es atravesarlos. Al final de la pandemia seremos menos y más pobres, y deberemos reorganizarnos, como en el siglo XV, como en 1945. Hace un tiempo hablé de cuatro futuros. El mejor de ellos no debe ser solo nuestro. La automatización y la renta básica están bien pero no alcanzan. Algunos comunistas ya aprendimos que no se puede intentar lo mismo para lograr algo distinto. Es tiempo de que también lo entienda el capitalismo. Y el resto de los objetos humanos.

Fuente: Revista Panamá (marzo 2020)