por Santiago Canevaro y Victoria Castilla
El llanto de un bebé interrumpe una videollamada de trabajo, la música de un vecino se filtra en una clase virtual, los platos del día anterior alteran el paisaje de un encuentro familiar: durante la cuarentena, todos los días nos esforzamos y fracasamos en mantener la separación entre lo público y lo privado. Ambos mundos se superponen, conviven y amenazan la propia intimidad, que tenemos que resguardar aún dentro de nuestros propios hogares. Santiago Canevaro y Victoria Castilla reflexionan sobre el desdibujamiento de estas fronteras en tiempos de pandemia.
Rodolfo se levanta y va al baño. Se mira fijo al espejo, coteja en su reloj. Tiene 30 minutos para la reunión que fijó su jefe. Se ducha, se abrocha la camisa y se peina mientras revisa los papeles que debía preparar para el encuentro. Va a la cocina, prende la cafetera junto con la computadora. Ubica la taza a un costado de la computadora y antes de sentarse cierra las puertas de las habitaciones donde su mujer y sus dos hijos aún duermen. En la pantalla empieza a sonar la conexión de distintas aplicaciones de videollamadas. Primero tendrá una reunión a solas con su jefe por Skype. Después, una grupal por Zoom. Está un poco nervioso, todavía no maneja bien esos programas. Pero sentir la tela del pantalón pijama y el calor de las pantuflas en sus pies lo calma, es su mundo íntimo presente como nunca en una reunión de trabajo. Su rebeldía y su derecho adquirido durante la cuarentena. Ríe.La vivienda familiar se ha convertido en un territorio en disputa: sesiones de escuela, reuniones de trabajo, tareas domésticas conviven como nunca lo habían hecho. Cada miembro del hogar va encontrando su propio espacio físico que le permita realizar obligaciones, tener un poco de ocio o simplemente aislarse y pasar un rato sin estar en contacto con nadie más. Hacer algo que nadie más sepa. Tener un poco de intimidad.
Para los sectores medios confinados, hoy la intimidad está amenazada. En estos días de cuarentena su par antagónico, lo público, ha perdido su tradicional espacio, todo aquello que estaba por fuera de los hogares. Si hasta hace pocas semanas desde las ciencias sociales pensábamos los modos en que la intimidad invadía y redefinió el espacio público, mostrándonos que los límites entre la vida privada y la vida pública no fueron más que una invención de la modernidad asociada a las lógicas de producción y patriarcales, ahora la cosa cambió.
Por el confinamiento, las distinciones taxativas e infranqueables entre lo público y privado quedaron en jaque: todos los días nos esforzamos y fracasamos en mantener dicha separación. Ahora, lo público y lo privado se solapan en un mismo espacio físico, se entrecruzan sin fusionarse formando un salpicado propio y singular en cada hogar. Y son las redes tecnológicas las que nos permiten interactuar con ese afuera y llevar adelante esta obra en la vida cotidiana.
Tomamos o damos clases, nos conectamos para reuniones o encuentros laborales, citas amorosas, sesiones de análisis, clases de zumba, realizamos llamadas y para ello elegimos -del modo y en el momento que podemos- cómo presentarnos, de la misma manera que presentamos un producto o nuestro trabajo. Para cada ocasión, elegimos los lugares donde conectarnos según el tipo de fondo que queramos dar a nuestra imagen proyectada. Nuestros hogares se transforman en los escenarios de telenovelas improvisadas. Al comunicarnos con el afuera intentamos reproducir una lógica propia de esos espacios públicos: representamos casi de un modo autómata nuestros supuestos sobre lo que debe mostrarse y lo que debe mantenerse oculto.
Para una reunión de docentes e investigadores, ubicamos los autores de referencia en un lugar visible, acomodamos el mate de manera que nos acompañe sin estorbar, elegimos portarretratos familiares o personales en lugares adecuados para el tipo de reunión. Para una sesión de análisis el terapeuta intenta generar un ambiente de calidez y distensión, acomoda un cuadro o abre ventanas, mientras nosotros tratamos de ubicarnos lo mejor posible en la silla. También nos peinamos, maquillamos y vestimos de una manera específica -al menos en la parte visible del torso-, e intentamos silenciar los espacios donde escenificamos nuestras tareas.
Pero junto con ese montaje controlado se cuelan imágenes, videos o sonidos que exponen algún aspecto de nuestra intimidad, de la de quienes viven con nosotros o de la de les otres con quienes nos comunicamos. Nos vemos tentados a descifrar o simplemente expuestos a secretos que estaban confinados a la vida doméstica. Desde la aparición desnuda de la pareja de un docente que se viralizó en pocas horas en las redes, hasta los ladridos de perros, discusiones con las parejas, gritos de hijes y música en alto volumen, forman parte de la información que compartimos. El jefe, la jefa, el superior, el compañero de trabajo o colega, puede meterse en nuestros hogares y conocer más de nuestra organización doméstica. En el esfuerzo, a veces ciclópeo, por ocultar como si fuéramos un orfebre que busca la mayor perfección para que no se descubra el montaje de una pieza sobre la otra, quedamos expuestos al fracaso, a que emerja ese sonido, esa persona, ese detalle que indique un desacople manifiesto. ¿Por qué nos esforzamos tanto?
En los trabajos que realizábamos hasta hace unas semanas, la vida cotidiana, las biografías, las sexualidades y los sentimientos permanecían en un claroscuro. Claro que se daban filtraciones, pero cuidábamos su exposición. Y para ello, la distancia entre trabajo y hogar resultaba una garantía. Hoy, lo público y lo privado comparten un mismo escenario: nuestros hogares. Hoy, ambos mundos se superponen, conviven, volviendo difusas sus fronteras. Hoy, tenemos que resguardar la intimidad aún dentro de nuestros propios hogares.
Incluso, hasta la aparición del COVID-19, exhibir aspectos de lo íntimo podía ser algo positivo que aportaba a nuestro desempeño en la vida pública. Hace ya un buen tiempo que en las campañas electorales es relevante y efectivo mostrar la intimidad de les candidates como modos de dar cuenta de su verdadera esencia. Esta exhibición era una respuesta a la desconfianza a les politiques en general. Sin ir más lejos, Alberto Fernández paseando a Dillan lo muestra como un Alberto verdadero, que se exhibe como es en la intimidad, genuino, que no necesita estar coacheado. En esta “explosión” de lo íntimo, somos testigos y protagonistas de la exhibición y tematización de la intimidad y del sentir individual en diferentes ámbitos de la vida pública.
Sin embargo, la nueva realidad que marca el confinamiento obligatorio nos lleva a preguntarnos, ¿qué ocurre cuando la capacidad que teníamos para trabajar afuera de nuestros hogares pasa a estar determinada por el manejo que tengamos en el ámbito privado? Ya no se trata de dónde resguardarnos, sino de cómo lo podemos hacer. ¿Cómo conservamos la intimidad cuando el afuera es siempre nuestro adentro?, ¿es posible pensar la intimidad sin lo público?
Fuente: Revista Anfibia (abril 2020)