Némesis

Volver a Seguridad y Violencias

 

De Jack El Destripador a la mujer quemada en la calle: el crimen y la sociedad que lo hizo posible

Por Marcelo Figueras

En 1987, el escritor Douglas Adams publicó una novela llamada Dirk Gently, agencia de investigaciones holísticas. El libro es un delirio, como de costumbre tratándose de Adams (autor, además, de La guía del autoestopista galáctico), pero contiene una idea de reverberaciones inagotables: la noción de que no hay modo de desentrañar a fondo un crimen sin desentrañar la sociedad en la que tuvo lugar. Si prefieren, lo planteo de otra forma: para entender un homicidio, y en consecuencia llegar a su(s) autor(es), lo lógico sería investigar a la sociedad que lo hizo posible — y que, en consecuencia, está cuanto menos bajo sospecha de complicidad.

Hace pocas semanas, cuando hablé de Alan Moore —el escritor de novelas gráficas como Watchmen y V for Vendetta—, me aparté un libro suyo que me parece genial, con la promesa de releerlo: se llama From Hell (Desde el infierno), fue publicado de modo serializado entre 1989 y 1998 y como novela en el ’99, y es la narración más escalofriante que conozco sobre Jack El Destripador. Saben de quién hablo: el homicida de prostitutas de la Londres victoriana, que sacudió a la sociedad de su tiempo —fue el primer serial killer cuyos crímenes fueron seguidos en tiempo real por la prensa sensacionalista— y cuya identidad nunca fue develada.

Moore hace suya una hipótesis que ya venía circulando: que el asesino habría sido sir William Withey Gull (1816-1890), médico, a quien se le concedió el título de Barón por haber salvado al Príncipe de Gales de una fiebre tifoidea y terminó siendo uno de los clínicos que trataba a la mismísima reina Victoria. En las enciclopedias, este Gull —gaviota, en inglés— figura como un destacado científico, por sus contribuciones en el estudio de condiciones como la paraplegia y la anorexia nerviosa. (A la que bautizó como tal.) La idea de que «Jack» debía ser alguien con conocimientos anatómicos y práctica quirúrgica circulaba desde entonces, inspirada por las crueldades que perpetró con instrumentos afilados sobre el cuerpo de sus víctimas. (Llamémoslas por sus nombres, para no olvidar que fueron criaturas humanas a quienes se despojó de todos sus derechos. Muchas prostitutas fueron asesinadas en Whitechapel durante ese tiempo, pero las que se atribuyen a Jack son conocidas como las Cinco Canónicas: Mary Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly.)

 

El William Gull real…

…y el William Gull de la ficción.

Gull estaba en condiciones técnicas de hacer algo así, pero la hipótesis le concede además el móvil perfecto. Un chisme de la época sugería que uno de los miembros de la familia real en la línea de sucesión, el príncipe Albert Victor —duque de Clarence, conocido como el príncipe Eddy—, había tenido una relación con una chica del común a quien dejó embarazada. Parece que Eddy andaba de incógnito por la ciudad, presentándose como amigo del pintor Walter Sickert. (Otro personaje verdadero.) Según esta versión, una de las prostitutas canónicas habría trabajado como modelo para las pinturas de Sickert y, enterada de la versión sobre el príncipe y su hija, se habría asociado a las otras cuatro para chantajearlo. Cuando Victoria supo de esta indiscreción, le habría encomendado a Gull que acabase con ellas. Y con la anuencia de las altas esferas policiales, Gull habría encarado la tarea con seriedad profesional, matando a esas mujeres de un modo tan espectacular que impidiese pensar en un motor tan pedestre, tan pueril, como el puesto en marcha por el príncipe Eddy al no poder conservarla dentro de sus pantalones.

El pintor Walter Sickert, amigo del «príncipe Eddy»

Esta versión fue desacreditada, porque Gull no habría estado en condiciones de hacer algo así desde que en 1887 —esto es, un año antes de la aparición de «Jack»— sufrió una hemorragia cerebral. (De la cual, sin embargo, se recuperó.) Pero Moore toma ese dato y lo reinterpreta en su favor, convirtiendo el ataque en un episodio que habría inspirado a Gull las visiones demenciales que puso en acto durante el cumplimiento de su «misión». En el contexto de From Hell, lo que importa es que el relato es verosímil. A ello colabora también el conocimiento enciclopédico que Moore tiene de la Inglaterra victoriana. La edición en libro incluye un apéndice de 42 páginas con notas bibliográficas que remiten a fuentes documentales y explican cada decisión narrativa.

Pero lo que importa no es tan sólo si fue Gull o no. Salvo mediación de algún milagro científico, la posibilidad de identificar a «Jack» más allá de toda duda es prácticamente nula. Lo que sí es posible es practicar lo que hace Moore, una aproximación holística al caso al mejor estilo Dirk Gently: en lugar de concentrarse apenas en las pistas policiales, levantar la mirada y prestar atención al escenario completo en el que se insertaron los crímenes. Las características de la sociedad victoriana; de la ciudad de Londres; de la estratificación social; del mercado laboral de la época; del lugar de la mujer en ese microcosmos; de las ficciones y el pensamiento que alimentaban su imaginario (en el relato asoman figuras como El Hombre Elefante, Oscar Wilde y el pequeño Aleister Crowley, futuro artista de lo oculto), y muchos elementos más.

Aunque Gull no haya sido el asesino real, el personaje funciona en la ficción de From Hell como la corporización de la sociedad que mandó a esas mujeres a la calle a vivir en la miseria y explotar su cuerpo en condiciones oprobiosas. Gull dice la verdad cuando, sobre el cuerpo trozado de su última víctima, argumenta: «Todas ustedes habrían muerto en un año o dos, por falla hepática, hombres o parto». Difícil discutírselo: desde este punto de vista, lo que «Jack» hizo fue acelerar el trabajo de violencias y desintegración que la sociedad había iniciado sobre los cuerpos de esas mujeres, desde que estaban en el vientre de sus propias madres.

Cuando Gull se retira de la escena del crimen final, el conductor del carruaje que le cedió la reina Victoria le pregunta si ha terminado. Y Gull responde: «Recién ha comenzado… Para bien o mal, el siglo XX — acabo de parirlo».

Esto también es difícil de rebatir. El siglo que sucedió a Jack incluye algunos de los pasajes más siniestros de nuestro periplo como especie. Moore arranca el capítulo Cinco de From Hell en Brunau, Austria, ilustrando un hecho que coincidió con los crímenes de Whitechapel: la concepción de ese ser humano que a su nacimiento, el 20 de abril de 1889, sería bautizado como Adolf Hitler.

Pocas cosas me gustarían más que saber cuándo terminará este siglo espantoso.

La prostitución de la época, naturalizada

Postales del infierno

El título deriva de una de las tantísimas cartas que llegaron a la policía, jurando provenir de puño y letra del asesino. Jugando con el estilo epistolar —todavía hoy encabezaríamos un mensaje de esos poniendo: Buenos Aires, 26 de julio de 2020—, el texto arranca especificando dónde fue escrito. En este caso, from hell. (O sea, desde el infierno.) Pero no fue la primera carta en llegar a manos de los investigadores. Se sospecha que algunas de las misivas previas (dirigidas al responsable de la investigación como Dear Boss, querido jefe) fueron obra de periodistas que atizaban el fuego del escándalo para vender más ejemplares. Pero, lo fuesen o no, lo cierto es que la policía londinense se vio inundada de cartas similares. Lo cual proporciona un marco inicial de lectura: ¿qué clase de sociedad era esa en la cual, ante el salvaje asesinato de cinco prostitutas, cientos de personas se pusieron a escribir cartas fingiendo ser «Jack» para divertirse, sin pensar que así dificultaban la tarea de la policía?

La carta enviada “desde el infierno”

Aunque el Gull real haya sido un santo, el Gull de Moore es un objeto simbólico inapelable. En primer lugar, el Gull ficcional se asume investido por el poder real, en ambas acepciones del término. La reina Victoria le habría encomendado una misión y Gull la habría llevado adelante sin chistar, porque de eso se trata el poder monárquico. La voluntad de quien lleva la corona es omnímoda, y por eso puede hacer cosas por las cuales cualquier otro súbdito sería condenado — porque el monarca y el dictador están por encima de la ley. En un sistema democrático, un funcionario electo no podría planear un crimen, informar a las autoridades para que liberen la zona y cubran sus rastros y por fin perpetrarlo. Quiero decir: que puede ocurrir, puede (¿cuántos crímenes fueron cometidos de ese modo por el gobierno anterior?), pero su misma comisión es la prueba inapelable de que el sistema es sólo democrático en los papeles.

Que Gull sea un Barón, parte de la aristocracia de su tiempo, también es pertinente en tanto el poder actúa sobre las sociedades desde arriba —desde sus gradas altas, donde los más ricos se preservan del roce con el resto de la plebe— hacia abajo. Esa una de las enseñanzas más consistentes de la ciencia histórica, por más que ciertos economistas contemporáneos pretendan otra cosa: lo que derrama desde lo alto de la copa hacia las raíces nunca es la riqueza, sino el rigor del poder. El detalle que cimenta la verdad poética del personaje es que Gull no era noble de origen, sino un clase media glorificado. Porque los ricos —así como los nobles por alcurnia, en tiempos como aquel— nunca se ensucian las manos. ¿Quiénes son, en líneas generales, los que mantienen a raya a los pobres, los que concretan su explotación, los que firman la orden de reprimir? Los burócratas al servicio del sistema, la burguesía, los nuevos ricos que actúan como si fuesen a ser ricos siempre. Como ellos, Gull paga sus privilegios mostrándose impiadoso con aquelles de quienes tomó distancia — los de abajo.

La

La prensa de la época, alimentándose del caso

En From Hell, Moore bucea además en las raíces paganas de la historia de Londres. Gull recorre la ciudad entera, explicándole a su cochero el trayecto histórico que va desde la resistencia de la reina Boudica a la dominación romana hasta el poder masculino de la monarquía actual. (Victoria es el sustantivo femenino que define el más masculino de los afanes.) Y a continuación le muestra sobre un mapa que las calles de Londres respetan un diseño de estrella de cinco puntas, con los edificios diseñados por Nicholas Hawksmoor —a quien se sospechaba devoto de un teísmo satánico— como mojones de un esquema de poder en el cual los sacrificios humanos no eran cosa del pasado, sino demanda del presente. A fin de cuentas, ¿qué sistema ha producido más sacrificios humanos —en este caso, en el altar del dios de las ganancias— que el capitalismo que Inglaterra practicaba ya entonces desde la capital del mundo?

Gull revela el diseño oculto de Londres

 

Los contrastes entre los privilegios de quienes formaban parte del mecanismo imperial y la vida cotidiana del pobrerío eran escandalosos, y la pluma del dibujante Eddie Campbell —tan delicada, desde sus trazos de tinta china— es elocuente al respecto. Alrededor de las sedes del poder se ceñía un anillo de miseria humana, dentro del cual los pobres sucumbían a velocidad, por hambre, enfermedad o violencia, para ceder su lugar a cinco nuevos aspirantes a su malvivir. Hablamos de un tiempo en el cual, aun después de vender su cuerpo la noche entera, las putas no podían pagarse ni una habitación y por eso daban monedas para que se les permitiese compartir un banco de madera. Allí se sentaban y dejaban que les cruzasen una soga al pecho, a modo de cincha, para que no se desplomasen al suelo cuando el sueño las vencía. (Me costaría medio segundo elegir un sucedáneo actual de semejante indignidad, porque aunque cambiaron muchas cosas seguimos tolerando situaciones similares. Pero en este caso, prefiero que cada uno de ustedes elija el ejemplo que más lo indigne.)

Y en ese esquema, de modo inevitable, la pieza sacrificial par excelence era la mujer.

En la ficción de Moore, la cadena de vidas femeninas rota por «Jack» no empieza ni termina en las Cinco Canónicas. Su primera presa es Annie, la vendedora que sucumbe a los encantos del príncipe Eddy y a quien Gull encierra en un loquero y lobotomiza. La segunda es la hija de Eddy y Annie, a quien el pintor Sickert deja en manos de los padres de la vendedora. (Durante cuya entrega entendemos que el padre de Annie abusaba de ella, y se nos permite vislumbrar el destino de su nieta.) Hay una sola mujer del llano que sale relativamente indemne en From Hell, y esa es Emma, otra prostituta de Whitechapel con la cual el investigador Fred Abberline traba relación en un bar. Ocultando su condición de policía, Abberline presta oídos a los problemas de Emma y le da algo de dinero para ayudarla. Ella le agradece que se comporte como un caballero, pero al cabo de algunos encuentros Abberline revela su intención de llevársela a la cama — y deja en claro que lo único que lo separa del resto de los clientes de Emma son sus modales. (Las formas, diríamos acá.) Preservándose de una última indignidad, Emma se disculpa con Abberline a través de una carta y usa ese dinero para darse una nueva oportunidad. Eso era lo máximo a que podía aspirar una mujer, desde el infierno de la Londres decimonónica que engendró a «Jack»: a fugar hacia adelante.

Victoria: el sustantivo femenino que define el más masculino de los afanes

 

La mujer en llamas

Releí From Hell (no fue la primera vez) con placer y horror. El placer corresponde al disfrute de la obra creada por talento superlativo. El horror deriva del tema por el cual Moore y Campbell se dejaron abducir y de cosas que ahora entiendo mejor que antes. Como que From Hell no habla de algo ocurrido hace mucho en un lugar lejano, sino de este infierno nuestro, tan resiliente, que en plena pandemia goza de buena salud. ¿No es esa una de las habilidades que nos distingue como especie: la capacidad de convertir cualquier lugar, cualquier circunstancia, cualquier relación en un infierno?

No es novedad que existen artistas hipersensibles a las zonas más oscuras de la experiencia. Moore es uno de ellos, pero además es consciente de serlo. Durante una de las alucinaciones de Gull —que lo trasladan en el tiempo, y en un momento lo ponen en medio de una moderna oficina de fines del siglo XX—, el médico visita el pasado reciente y se presenta ante el genial William Blake (1757-1827), poeta y pintor. Blake era un extravagante que decía tener visiones, una de las cuales le había inspirado la obra llamada El fantasma de una pulga (1819-20) Moore aprovecha esa historia y hace que Blake vislumbre a Gull como la aparición que le inspira esa forma terrible.

William Blake, «El fantasma de una pulga»

El 29 de septiembre de 1888 —es decir, mientras «Jack» hacía y deshacía a su antojo—, otro artista, John Tenniel, publicó un dibujo en la revista Punch. En inevitable blanco y negro, presentaba una figura fantasmal (por lo traslúcida), de rostro simiesco, que se desplazaba con un puñal en la mano. Los editores de Punch le agregaron un poemita ad hoc («Allí flota un espectro del aire fétido de la villa (slum) / Tomando forma ante ojos que cuentan con el don de la visión… con las manos rojas, impiadoso, furtivo») y le adosaron un título que lo resignificaba todo: The Nemesis of Neglect. En la mitología griega, Némesis era la diosa de la justicia retributiva. (Que algunos confunden con venganza, aunque no sean lo mismo.) Y neglect significa negligencia, abandono. Antes que la traducción literal del título, que achicaría su resonancia, prefiero dejar que las dos ideas perfumen el aire y dibujen visiones. Por un lado, la negligencia como el crimen fundamental de nuestro tiempo: el abandono de nuestros congéneres, que languidecen y mueren a la vuelta de nuestras confortables casas; el abandono del planeta que tan generoso fue con nosotros, al que arruinamos hasta un punto de no retorno para satisfacer los caprichos de nuestros poderosos. Y por el otro, la reivindicación de la existencia de una Némesis, una fuerza intangible cuya razón de ser —y cuyo poder— es el de retribuir las injusticias con un castigo proporcional.

 

Hace pocas semanas ocurrió algo en la ciudad de Buenos Aires que eliminó el tiempo y la distancia y nos convirtió en un eco de la Londres de «Jack». El sábado 4 de julio, poco antes de la medianoche, una mujer que vivía en la calle ardió hasta carbonizarse debajo de la autopista, Virrey Cevallos entre San Juan y Cochabamba. Desde entonces, a duras penas pudieron confirmar que se trataba de una mujer. El estado de sus restos torna difícil, por no decir imposible, su identificación por métodos de laboratorio. El hecho de que la investigación judicial siga en curso sugiere que existen elementos para creer que no se trató de un accidente; quizás haya algo más tangible que el testimonio de alguien que dijo haber visto a un hombre alejándose del fuego, rumbo a Cochabamba. Y uno no sabe nada de estas cosas, pero la imagen del fuego tomada por alguien que se dijo testigo —lo que se ve es una pira, el sitial de un sacrificio humano— le hace considerar si esa llamarada no es consecuencia de un líquido que aceleró la combustión.

 

¿Quién era esa mujer, esta nueva NN — con ene de nuestra, con ene de némesis? ¿Puede ser que alguien la haya rociado con nafta, alcohol o kerosén y producido la chispa que la convirtió en una antorcha humana? ¿Puede alguien decidirse a abusar de una desconocida que no tenía nada, y del modo más ostensible? ¿Puede existir un ser humano capaz de un abuso de poder tan despreciable — sobre una mujer, por enésima vez? Todos los que vivimos en esta ciudad lo sabemos, aunque nos cueste decirlo en voz alta: Sí, sí, sí. ¿En esta ciudad, una salvajada semejante? Sí. Que tantos seamos impermeables al catecismo del odio no significa que no existan quienes están ávidos de su comunión. Bien podría razonar, nuestro «Jack», como aquel de la novela de Moore: ¿cuántos años le quedaban a nuestra NN, antes de sucumbir al frío, el hambre o la enfermedad en las calles de la impiadosa Buenos Aires? De ser cierto que se trató de un crimen, si en efecto existió alguien que se animó a hacer semejante cosa, ¿estaba tratando, al igual que el Gull de la ficción, de alumbrar un tiempo nuevo?

Quienes vivimos de la imaginación podemos tener visiones terribles, aún a nuestro pesar. Alan Moore lo expresa de maravillas a partir de otro personaje real, Robert Lees, que era —no se rían— el médium favorito de la reina Victoria. En From Hell, Lees confiesa ser un farsante y demuestra cómo fingía los ataques convulsivos durante los que recibía sus «visiones». Y a continuación dice que, a pesar de que lo inventaba todo, «terminaba convirtiéndose en realidad». Eso es lo que pasa con ciertos artistas —como Dante, como William Blake, como el Orwell de 1984, como el Camus de La peste, como Alan Moore—: tienen sueños terribles con la mala costumbre de volverse realidad.

Pero también experimentamos otro tipo de visiones. El Indio Solari suele decir que revolución es lo que hacemos —o no— todos los días, desde que nos despertamos hasta que caemos rendidos. Eso me ayuda a creer que cada une de nosotres tiene un papel que desempeñar en esto de mantener a raya el peor costado de la naturaleza humana; y que todavía es posible que suficiente cantidad de nosotres empuje de modo sincronizado en la misma dirección, impidiendo que esta ciudad (y aquella otra, y la nación, y el mundo) se conviertan en el infierno que intervino en su diseño original. Se trata de comprender, y de ayudar a comprender, que la negligencia respecto de los que están en peores condiciones que uno es un crimen, el peor de todos. Y que aquellos que se hagan los giles perderán tiempo precioso, porque la furtiva fantasma de manos rojas camina por el orbe («Háganse cargo —dice el poemita de Punch—, todo lo que sea vanidad está en fuga») y su nombre, ya desde los griegos, es Justicia.

Publicado en El cohete a la luna (26 de julio de 2020)