Psicosis

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Por Silvia Barei

Cualquier persona medianamente entendida sabe que la psicosis puede ser el resultado de un trastorno psiquiátrico como la esquizofrenia, del uso de ciertos medicamentos y del consumo de drogas. Produce delirios, alucinaciones y desequilibrios del lenguaje y muchas veces el sujeto afectado puede no ser consciente de su enfermedad.

También cualquier persona medianamente cinefila sabe que Psicosis es una película de los años 60 dirigida por Alfred Hitchcock, protagonizada por Anthony Perkins e inspirada en los crímenes de un asesino en serie de Wisconsin.

La historia sucede en un solitario motel donde se refugia una joven mujer que ha huido con dinero robado a la empresa donde trabajaba. El local está regentado por Norman Bates (personaje que dará lugar a una exitosa serie de los últimos años)  y todos recordamos la escena de la ducha porque simplemente, es un clásico del cine de terror. Esta película estableció un nuevo nivel de exhibición de la violencia, los comportamientos pervertidos y la sexualidad y está considerada como iniciadora del llamado género slasher ( del inglés “slash” : “cuchillada”). Su característica es la presencia de un psicópata que asesina a jóvenes que se encuentran solos/as. La mayoría de las veces las víctimas se han excedido en el sexo, el alcohol y el consumo de drogas.

Tal vez menos conocida sea la película sueca de 1957, El séptimo sello, escrita y dirigida por el genial Ingmar Bergman. Ambientada en la Europa medieval durante la epidemia de peste negra en el siglo XIV, con el trasfondo del terror masivo al contagio, relata el viaje de un Cruzado Templario (Max von Sydow, recientemente fallecido) quien debe jugar una partida de ajedrez  contra la Muerte que ha venido a buscarlo.

El tema es un clásico del cine, del teatro y de la literatura y viene a cuento acá porque las referencias a la peste negra han vuelto a aparecer en el discurso contemporáneo a partir de la emergencia del coronavirus. En la Edad Media y bien lo muestra el filme de Bergman, se pensaba que la peste era un castigo divino. Y aunque en nuestros días parezca mentira, Fernando D’Addario relata en un artículo publicado recientemente, que en Nueva Zelanda un pastor evangélico señaló que “el coronavirus es producto del alejamiento de Dios… pero quienes paguen el diezmo están protegidos del flagelo” (Pagina 12, 9/3/2020).

Esta caradurez me dejaría sin palabras si no fuera porque advierto que además de los laboratorios, las farmacias, los especuladores y los fondos buitres, también las iglesias hacen negocio.

Cuando éramos chicos, mi abuela se refería a una peste que ella llamaba “bubónica” y a mi hermano y a mí el nombre nos daba entre risa y miedo, pero en realidad más pena nos daban los ratones tan bonitos que aparecían descogotados en la piecita de atrás, en unas pequeñas trampas con queso. No habíamos vivido ninguna peste, desconocíamos que una enfermedad pudiera producir psicosis (personal o colectiva), ni idea de quiénes eran Bergman o Alfred Hitchcock, menos aún Max Von Sydow y no sabíamos que la peste de nombre extraño hubiera asediado tres veces Europa y matado millones de personas. La última epidemia ocurrió en el siglo XIX, y seguramente mi abuela no la había vivido porque aún no había nacido cuando sucedió, pero sí estaría muy presente en el relato de sus padres que la trajeron a Argentina cuando tenía dos años. Para ella el calificativo “bubónica” era un espanto. Y le venía bien para espantarnos a nosotros y que dejáramos de hacer líos en el galponcito del patio.

Pues no estamos ahora ante la peste negra ni ninguna clase de peste. Sí ante un virus que ha mutado, que se ha expandido rápidamente por el mundo porque no tenemos defensas aún (ni vacunas), que ha llegado a nuestro país mucho antes de lo que el mismo ministro y los equipos de salud pudieran preverlo, que genera una sobredemanda sanitaria y que nos ha puesto al borde del pánico. O de la psicosis colectiva.

Si bien mucho se discute acerca del papel de los Medios y las Redes en el contagio de este pánico, poco parece incomodarnos que nos recuerden que cualquier gripe invernal enferma más que este famoso Covid19, que la violencia machista ha matado hasta este día de marzo en que escribo estas reflexiones a 72 mujeres, que los narcos llevan 52 homicidios en Rosario, que hay más de mil casos de dengue en el país,  que el Mal de Chagas, la tuberculosis y el Hanta virus son propios de la pobreza, que volvió el sarampión por falta de una campaña de vacunación adecuada, que el hambre y la desnutrición asuela a una parte importante de la población, que las fumigaciones, la contaminación, el calentamiento global y los incendios son más graves en el mundo entero que una epidemia de gripe por más desconocida que sea. Estamos acostumbrados a estas informaciones, poco nos escandalizamos y poco hacemos aunque el panorama nos resulte doloroso.

En estos momentos los Medios y las Redes monopolizan la información, la difunden y la caotizan. No siempre ponen calma y el estado de emergencia parece ser la regla. Pero tanto desentenderse como desesperase no ayudan.  Hay que preocuparse y ocuparse.

El miedo puede ser una reacción sana. Es un alerta, puede salvarnos la vida pero también llevarnos a la inmovilidad. De allí las expresiones “me paralicé de miedo”, “me quedé duro del susto”, “me quedé mudo” o, como dicen graciosamente los mexicanos, “me apaniqué”.

Colectivamente es una emoción muy compleja, genera incertidumbre acerca de lo que puede ocurrir como tremendo o como desmesurado. Las amenazas imaginarias se vuelven reales y las amenazas reales se exacerban en el imaginario social. Porque todo miedo tiene una historia, reclama su genealogía y vuelve a sus mitos. “Es el miedo,/el miedo con sombrero negro/escondiendo ratas en mi sangre,/ el miedo con labios muertos/ bebiendo mis deseos” dice un poema de Alejandra Pizarnik que en alguna medida parece aludir a las pestes medievales y que muestra de qué manera todo discurso puede exagerar y armar la tormenta perfecta.

Hay que saber que el país está siguiendo los protocolos internacionales, que necesitamos la presencia del Estado para controlar, que no es peor el populismo que una epidemia -como cree un expresidente-, que el Covid19 no es un castigo divino ni un truco diabólico y que tanto la prevención como la alerta social son importantes y deben estar acompañadas por nuestra responsabilidad, nuestra capacidad de pensar, de analizar críticamente toda información y de actuar rápidamente siguiendo las recomendaciones y cuando sea necesario. Y no olvidar de ser solidarios y ayudar a quienes lo necesiten. Ha dicho el Presidente: “Lo que le pasa al otro nos afecta a todos”.  Las malas noticias alimentan el morbo y todo egoísmo, toda psicosis, todo pánico, todo anuncio apocalíptico, es peor que cualquier virus.

Fuente: Hoy Día Córdoba (27 de marzo de 2020)

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