Sacar del medio

Volver a Antropoceno

Por Ezequiel Gatto

Algunas posibilidades que la pandemia propicia y que podríamos aprovechar

1. El especialista en futuro vs. el pensamiento estratégico del futuro

Un amigo, de esos que nacen en y por la política, me preguntó hoy a la tarde: ¿cómo pensás tu lugar para hablar de futuro cuando hay tantas opiniones y pronósticos dando vueltas? Me pareció una excelente pregunta, que me sirvió para organizar un poco lo que vengo haciendo.

Creo que la proliferación de pronósticos, que aparecen de diversas maneras (charlas cotidianas, opiniones en medios, discursos políticos, discursos científicos, discursos sociológicos) puede ser abordada de dos formas, solidarias entre sí. Una es la analítica de esos pronósticos. No rechazarlos, refutarlos, ver si aciertan o se equivocan, testear si corresponden o no con lo que quiero (lo cual no quiere decir que yo no tenga imágenes de lo que deseo y principios de orientación). En cambio, prefiero avanzar en lo que llamo una etnografía de las futurizaciones (es decir, de las postulaciones de imágenes de cómo será el mundo en un cierto futuro, una cierta localización cronológicamente por delante de la nuestra actual). Indagar esos pronósticos (que son una subespecie de las futurizaciones; otra pueden ser las profecías), ver cómo se posicionan, cuáles son sus componentes principales. Esos componentes pueden ser la pobreza, el miedo, la tecnología, la seguridad, las inversiones financieras, la geopolítica, etc. A su vez, esos componentes forman parte de lo que yo llamaría sintaxis de futurización: la amalgama que agrupa esos componentes. Una sintaxis puede ser política, puede ser tecnológica, puede ser ambientalista. Por supuesto que diferentes sintaxis pueden compartir componentes (que no quiere decir compartir orientaciones). Todo esto no se da solo en un análisis del texto, de la palabra, futurizador. Entran también las imágenes visuales y los sonidos. Una futurización también, por ejemplo, tiene ruidos (imagínense sus “utopías”, ¿cómo suenan?).

Rastrear ese nivel de las futurizaciones y los pronósticos me resulta un modo de leerlos, que, de paso, me exime, o aplaca, de tener que hablar de futuro solo en la clave de dar pronósticos. No soy futurólogo, aunque, de nuevo, resalto procesos, tendencias y busco posibilidades. Pero eso no me lleva a imágenes totales, un poco proféticas, del porvenir. Salvo, quizá, en escalas pequeñas, que tiene que ver con pensar la trayectoria de una posibilidad. Esto, por lo demás, no tiene nada que ver con no querer cambios radicales. Se trata de producir un acercamiento reflexivo a los modos en que se figuran futuros.

Otro nivel posible en el escenario actual es más técnico o herramental. Tiene que ver con ofrecer nociones y herramientas para producir formas de pensar en el futuro. Esas formas, a mi entender (y aquí sí aparecen mis valores y tomas de posición) han de ser dialógicas. Por eso también la importancia de una escucha etnográfica, porque allí hay que mirar para entender que futurizaciones se producen en la trama social (desde las corporaciones tecnológicas a las organizaciones populares) y en qué sentido alguien que investiga el futuro puede aportar elementos. Creo que un elemento decisivo es la producción democrática de imágenes de futuro. Y esa producción debe abandonar las retóricas clásicas (digamos, del discurso que se elabora y baja y se redefine como proyecto) para volverse explícitamente dialógico. Futurizaciones colaborativas para mundos interconectados.

2. El deshábito deshace al monje

¿Por qué este hecho es inédito en la historia de la especie? Porque la inmensa mayoría de la población mundial está al tanto de lo que pasa en tiempo presente de un modo muy singular. A diferencia de cualquier otro evento histórico previo con pretensiones de omnipresencia (la Segunda Guerra Mundial, la caída del Muro de Berlín, la destrucción de las Torres Gemelas, o el gol de Maradona a los ingleses), este evento no es solo una noticia mundial sobre algo que causará efectos locales o mundiales, pero diferidos (como, por ejemplo, una catástrofe de las que genera la especulación financiera capitalista), sino una información con la que hay que hacer algo ya. Más aún, es una información que ya está generando consecuencias, incluso si uno no hace nada. La propagación del coronavirus obliga a todos a actuar de un modo u otro en función de él. Todas las instituciones políticas y económicas, los hiatos sociales, los pronósticos y hasta la jerarquía relativa de los saberes se reconvierten a una velocidad inédita.

En ese escenario, pronosticar casi que se impone, porque las situaciones de catástrofe (en el sentido en que los patrones estructurados se empiecen a desagregar), precisamente por desmontar los ritmos sociales previos (y sus anticipaciones y expectativas), aceleran la producción de imágenes. En nuestro caso, se trata de una situación signada más bien por el peligro y el miedo, pero podría decirse que esto participa en cualquier situación donde, como ha escrito Sergio Visacovsky en un texto reciente, la incertidumbre cumple un papel decisivo. Las críticas a una serie de filósofxs políticos que han producido textos para indicar tendencias y profecías tienen más sentido si apuntan a que han intentado aplicar categorías más o menos mecánicamente a la situación que si cuestionan el hecho mismo de haber producido alguna figura del porvenir. De hecho, un repaso de programas de televisión, los diarios, las redes sociales, los discursos expertos (desde las estadísticas a los médicos y científicos) y las más sencillas y cotidianas conversaciones alcanza para ver que esa pulsión de futurización está lejos de ser un monopolio del otrora saber de los saberes.

En definitiva, la imposibilidad de hacerse una imagen de lo que sucederá no inhibe la función de imaginación sino que, muchas veces, la intensifica. Como en esa situación que plantea Bergson en Materia y memoria: descubrimos que tenemos una pierna cuando no podemos bajar la escalera como solemos hacerlo porque la pierna se quebró. Será entonces, cuando el hábito (que es también una imagen del hábito) deja de ser posible, que nuestra especulación sobre posibilidades, imposibilidades y riesgos se intensificará. Más aún, si volvemos sobre la situación descripta por Bergson, podríamos agregar que, gracias al desmontaje de ese hábito descubriremos detalles que no habíamos notado (desde el ancho del –ahora peligroso– escalón, el tiempo que tardamos en ascender o descender, la rugosidad de la baranda, etc.). Hay investigaciones que afirman que nuestro momento de mayor atención coincide con los momentos de mayor riesgo y temor. Entonces, si el hábito es una acción cuyo destino ya se conoce y sus detalles se omiten, la catástrofe del hábito (llamemos a esto incertidumbre social) produce una situación en la que las acciones ya no tienen tan claro su destino y los detalles se intensifican. La situación es interesante: al mismo tiempo que no podemos hacer una imagen de futuro (o de fijarla), procuramos producirlas y para ello nos valemos de elementos y detalles que, hasta entonces, no tenían relevancia. La inmanencia del futuro en el presente se vuelve más “tangible” cuando dejamos de pensar proféticamente (tal cosa sucederá) y pensamos en qué posibilidades existen en nuestra situación (aunque no tengamos una imagen clara de sus consecuencias). La posibilidad de fugarse no siempre está donde dice “salida de emergencia”.

3. Pánico no es incertidumbre

En su apasionante Anatomía del pánico, el historiador argentino Alejandro Rabinovich reconstruye la Batalla de Huaqui de 1811. En esa batalla las tropas independentistas fueron derrotadas por los realistas del Altiplano. ¿Cómo fue posible tal cosa, se pregunta Rabinovich, si las tropas independentistas quintuplicaban a los partidarios de la corona española? La reconstrucción minuciosa de una serie de elementos lo lleva a encontrarse con un factor decisivo poco esperado para una historiografía muy dada a entender lo material como cosas y la política como poder discursivo: el pánico. Resulta que en un momento, corre un rumor entre las tropas independentistas sobre un ataque realista que provoca la dispersión de los primeros y, a fin de cuentas, su derrota.

Ese miedo incontrolable, demuestra Rabinovich, tiene condiciones previas que lo hicieron posible. Y no sería inútil avanzar en una investigación homóloga para la actual situación, buscando comprender cuáles son las condiciones sociales sobre las que impacta el coronavirus, desatando el pánico, ese afecto que, siguiendo a Ernst Bloch, podríamos denominar “un afecto de futuro” (2007).

Pero aquí me interesa resaltar otro elemento. Se habla mucho del pánico y de no saber qué va a pasar como si ambos elementos fueran inescindibles o, incluso, idénticos. Sin embargo, me parece que no lo son, y que su diferenciación tiene efectos para pensar e intervenir en lo que está sucediendo. Hace unos días, en una entrevista radial, Pedro Cahn, médico argentino especialista en infectología, hizo este comentario a propósito de cómo bajar, en palabras del periodista, “la paranoia” (léase, en verdad, el temor): “Pienso que está bien que la gente tenga un poco de temor porque de lo contrario no se quedaría en sus casas. En cambio, el pánico no está bueno porque impide razonar. Si uno se enfrenta a siete canales de noticias que 24×7 te presentan el tema del coronavirus y te muestran videos e imágenes con féretros, con música tétrica de fondo; lo más natural es que todos se preocupen muchísimo. ¿Cómo hacen las personas para distanciarse y creer que eso que están viendo en televisión nos les pasará a ellas?” Este señalamiento de Cahn es clave: el temor deja margen de maniobra, el pánico no.

Por eso, no estoy tan seguro de que el pánico en relación al coronavirus se deba solo a la incertidumbre. Creo que también tiene mucho que ver con el espanto que da saber, o poder imaginar, con cierta certeza qué y cómo te puede matar. No que somos seres mortales o para la muerte o finitos: sino que esa cosa concreta, ineliminable, te va a matar de una determinada forma. Es entonces que el pánico se precipita como una figuración fuerte, hecha de hospitales, médicos, sonidos de respiradores, soledad, dolor, etc., etc. El pánico no se debe a no poder hacerse una idea, sino lo contrario a no poder deshacerse de una cierta idea. La incertidumbre, en cambio, es no poder hacerse una idea. Se suele vivir con temor (y en la actual condición más todavía), pero no necesariamente debe ser así. La incertidumbre puede ser un vector de posibilidades que, hasta el momento, ni siquiera entraban en los cálculos.

Este virus, además, suma otro factor interesante de incertidumbre: nadie está a salvo del contagio (que no equivale, por supuesto, a que las condiciones para atravesarlo sean igualitarias). Y nadie puede prever cómo se saldrá, o tener el monopolio de esa salida. En otros términos, la figuración de lo que puede venir no tiene un productor claro, ni nitidez. ¿Por qué temerle a eso? De hecho, quizá este valor democratizante de la incertidumbre haya que incorporarlo en nuestras prácticas políticas.

4. La lucha de pronósticos es un componente del motor de la historia

Una vez “superada” la sorpresa inicial respecto al virus, y desestimadas las teorías conspirativas, fue posible encontrar indicios de que esto se venía anunciando hace tiempo. En papers, en congresos, en informes, incluso en documentales. Al modo probabilístico, se anuncia el inevitable advenimiento. Y como con los terremotos y el saber sismográfico, que dice “no sabemos cuándo ni dónde con precisión pero sí manejamos un margen de probabilidades que nos dice que un terremoto puede suceder en x lugar en x período de tiempo”, el brote estaba ahí, latente. Existió virtualmente durante mucho tiempo; pero esa virtualidad pareció no generar consecuencias actuales o presentes. Esto debería enseñarnos algo al respecto. Salir de un sistema de lo sólido o lo actual para poder proyectar y anticipar requiere que tomemos con nueva fuerza y responsabilidad lo virtual. Vale para el cambio climático, para la explosión demográfica, para la concentración de la riqueza, para las novedades tecnológicas. El pensamiento prospectivo y anticipatorio es posible y cada vez más necesario. Y la política, en todos sus niveles, en todos los niveles de la experiencia, debería asumir esa necesidad. Necesitamos think tanks e instituciones que piensen sistemáticamente en el futuro.

Vuelvo al COVID-19. Si me atengo a la existencia de información previa sobre su posible aparición y expansión, hay que decir que no hubo sorpresa pura. Con un poco de trabajo de archivo, las advertencias circulaban en periódicos que leen millones de personas. En esas páginas que casi nadie nunca ve, como las de los increíbles descubrimientos de la astrofísica, por ejemplo. (A lo mejor en todo esto haya un aprendizaje posible sobre nuestra política de la atención.)

En esas relaciones, ninguna posición (ni estatal, ni corporativa, ni autogestionada) tuvo un impulso preventivo, fuerza de planificación o capacidad anticipatoria. A lo mejor se llama capitalismo financiero el motivo de esa incapacidad, no sé. O intereses creados. O estamos viendo cómo un sentido de la urgencia invisibilizó el tsunami por venir. Todo esto –la existencia de pronósticos, sus modos de circulación, sus modos de recepción– me hace pensar que no se trata solamente de si los pronósticos son posibles o no, si son acertados o no, si no que un pronóstico es, en sí mismo, un artefacto que juega un juego de relaciones de fuerzas. La lucha de pronósticos también forma parte del motor de la historia. Y eso también hay que considerarlo de un nuevo modo de ahora en más.

5. El gobierno de los ricos

Millones de anotados para cobrar los 10.000 pesos, empresas capitalistas con problemas, monotributistas desesperados, cooperativas, emprendimientos barriales, changas. Estamos en un tembladeral montado sobre otro tembladeral. Mientras, la deuda externa funciona como un corset que deja en manos de otros nuestras posibilidades de decidir, y así vivimos “destinados”, la recesión y la pandemia intensificaron la horrible sensación de “cuenta regresiva” que da la falta de recursos. Al final está la muerte, o el empobrecimiento, o ambas. Es necesario un movimiento de pinzas que recupere las posibilidades y reconfigure las cosas para que las trayectorias no terminen en cementerios.

Mucho más que una cifra, que un mero índice de acumulación, que una fuerza social dada a medir de algún modo el tiempo, el dinero es, a mi entender (bastante deleuziano), un dispositivo de producción, reproducción y control de las posibilidades sociales. Los grandes empresarios puede que acumulen porque son unos seres despreciables (de hecho, lo son), o porque necesitan no salir de una competencia interburguesa para ver quién la tiene más grande y diversificada (entre ricos no hay amigos, solo hay socios), o porque forman parte de una cultura y un mundo de sentidos en los que acumular es la condición para incidir en el mundo. O, simplemente, porque son funciones sistémicas. En fin, ya sean argumentos sobre sus estructuras deseantes, su poder de decisión, sus tradiciones o sus lugares estructurales, lo que está en discusión cuando se habla de redistribuir la riqueza, o del impuesto, es esa producción y gobierno de las posibilidades. Si el capitalismo es el nombre propio de una determinada manera de gobernar esa producción social de posibilidades, ir hacia un poscapitalismo es hacer saltar ese gobierno.

La discusión sobre la renta ciudadana o salario universal también tiene que ver con este asunto. Es una buena noticia, y muy diferente a lo ocurrido en 2008, que los recursos se orienten a los seres humanos y no a los bancos e instituciones financieras. El chantaje sistémico quizá sea hora de dejarlo caer. Quizá vivir “con lo nuestro” implique no el mero default sino el exorcismo de la imagen de futuro que el capital financiero como tal postula para esta situación: “fuera de mí, el desierto”.

A lo mejor hay que pensar al capitalismo como un dispositivo de gobierno de lo posible y el porvenir. Y para hacerlo saltar, hay que retomar un poder sobre lo posible y el porvenir. No se trata de un dominio total, que elimine todo tiempo de riesgo vital. Hay que abrazar el riesgo vital. Lo que hay que eliminar es la precariedad social. Por eso pienso que la discusión redistributiva no se acota a la transferencia de recursos en pos del consumo (de supervivencia) sino que abre la posibilidad de debatir qué tipo de modelo social nos interesa. No se trata solamente de igualdad de oportunidades (en la medida en que la oportunidad remite a estructura que se mantiene siempre igual y a la que uno puede acceder o no; por ejemplo, el mercado de trabajo) sino a una democratización de la producción de posibilidades. Hace cuarenta años que el neoliberalismo habla de posibilidades, inventiva, innovación, pero muchas de ellas solo han sido la aceleración demencial sobre un base y un patrón –el capitalismo– que permanece idéntico. Hay que abrir lo posible al poscapitalismo. Por eso, esto mismo vale también para la discusión de la propiedad, que tiene que ir enlazada a este debate sobre una política de la posibilidad. Y lo mismo vale para la superación del concepto y horizonte de la “cultura del trabajo”, que está en el corazón de las maneras en que se proyectan, legitiman y despliegan una inmensidad de estrategias políticas. Al respecto, en el recién salido y brillante ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?, Alejandro Galliano ofrece una panorámica detallada de los caminos posibles para salir de la cárcel de cifras del capitalismo financiero, apelando a una nueva articulación entre hacer humano, democracia y tecnologías. Porque necesitamos nuevas retóricas del valor capaces de producir instituciones y prácticas. Ya existen experiencias emergentes o fortalecidas en la economía popular, la economía social y una infinidad de proyectos que, de diverso modo, democratizan la propiedad, cooperativizan el trabajo y colaboran entre sí. Si acaso esta coyuntura puede ser radicalmente útil es no para que la superación consista en la intensificación de la cultura del trabajo sino en una ampliación de la noción de trabajo lo suficientemente amplia para que logremos detectar la significatividad de actividades y acciones que al día de hoy no son consideradas bajo el prisma de la “productividad” (capitalista, pero también de una cultura política que no puede salir de una suerte de inversión, aunque crítica, de ese mismo capitalismo que cuestiona) y en un desenganche de nuestras capacidades productivas respecto a la subordinación salarial. La renta ciudadana no puede ser un subsidio para que el capitalismo pueda pagar sueldos más bajos por la misma o mayor productividad. Tiene que ser una moneda que permita un nuevo tiempo social. Quizá vaya por ahí una nueva y radical “política monetaria”, donde la noción de posibilidad adquiera otros sentidos.

 

Bibliografía citada

Bergson, Henri. Materia y memoria. Ensayos sobre la relación del cuerpo con el espíritu. Cactus, Buenos Aires, 2006.

Bloch, Ernst. El principio esperanza (1957). Editorial Trotta, Madrid, 2007.

Galliano, Alejandro. ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro. Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2020.

Rabinovich, Alejandro. Anatomía del pánico. La batalla de Huaqui o la derrota de la revolución (1811). Sudamericana, Buenos Aires, 2017.

Visacovsky, Sergio. “Futuros en el presente. Los estudios antropológicos de las situaciones de incertidumbre y esperanza”. En Publicar, Año XVI N° XXVI// Julio de 2019 – ISSN 0327-6627 // ISSN 2250-7671 (en línea)

 

 


Ezequiel Gatto es Investigador Asistente (ISHIR/CONICET), profesor de Teoría Sociológica (carrera de Historia, Universidad Nacional de Rosario), traductor y coordinador de talleres. Dr. en Ciencias Sociales (UBA). Participa del Grupo de Investigación en Futuridades (GIF) y de la editorial Tinta Limón. Colabora y articula con diversos proyectos políticos y culturales. Recientemente publicó el libro Futuridades. Ensayos sobre política posutópica (Casagrande, Rosario, 2018).

Fuente: Revista El Cocodrilo (abril de 2020)