Todo va a cambiar, pero que sea con nosotros

Volver a Educación

por Santiago García Tirado

Les habrá llegado el mantra, pese al confinamiento: que desde ahora todo va a cambiar. Lo habrán pensado de resultas del confinamiento: que, en sentido estricto, ya ha cambiado todo. El enigma que va adquiriendo forma en estos momentos tiene que ver entonces con el hacia dónde, en qué medida, con qué secuelas, a quién le llegará la factura de todo lo que este colosal asunto va a provocar entre nosotros.

Lo que será la sociedad después, y lo que volverá a ser la economía. Yo, por contra, prefiero apuntar hacia la cuestión del sujeto: me pregunto quién va a tomar las riendas en ese cambio. Quién definirá la nueva escala de valores y la nueva escala de urgencias que dirimirá la reconstrucción. Si, como individuos de una sociedad, volveremos a entregar ese trabajo a una serie de vicarios o exigiremos ser algo más que materia y energía de esa sociedad. Y sí, han acertado, en todo ese asunto el resultado lo determinará lo que hasta ahora ha sido la educación.

Llego a Günter Anders a través de Jorge Larrosa, quien además de escribir sobre educación -su última obra, Sobre el oficio de profesor (Candaya) debería ser lectura obligatoria dentro y fuera de las facultades- tiene una biografía lectora de lo más bizarro. El poema de Anders que Larrosa trae a colación acaba con estos versos:

“…Tenemos que interpretar esa transformación.

      Precisamente para transformarla. 

      Para que el mundo no siga cambiando sin nosotros.

      Y no se transforme al final en un mundo sin nosotros.

No sé si puede haber una definición más feliz de lo que es el cometido de la educación: el docente, un miembro de la sociedad que nunca debe renunciar a su faceta de pensador, enseña a un grupo de estudiantes qué es el mundo y hacia dónde apunta su evolución en el momento actual; los alumnos así formados se preparan para asumir su nuevo papel de ciudadanos, en el que tendrán que ser activos. Históricamente el mundo ha cambiado sin nosotros, la inmensa mayoría, reducidos a mera fuerza, a pura masa, y esa deriva debe ser detenida y, por descontado, revertida. No hacerlo implicaría la repetición cruel de la historia: el mundo seguirá siendo, cada vez que cambie, un mundo sin nosotros.

Günter Anders fue el primer marido de Hannah Arendt. Ella también sabía de qué hablaba cuando tuvo que explicar -y explicarse- un mundo que, de aparentemente bien encarrilado en el progreso, había evolucionado a una pesadilla de dimensiones cósmicas. Hannah Arendt recuerda que los totalitarismos europeos aparecieron en el preciso momento en que el mundo se hundía en una crisis y se buscaban de manera apremiante respuestas innovadoras. Y el nazismo y el fascismo lo fueron, en tanto que formularon planteamientos y buscaron modos organizativos que los definían como pura vanguardia política. Pues bien, si los totalitarismos triunfaron, en buena medida se debió al éxito de sistemas educativos formulados precisamente para que el ciudadano proveyera de energía y materia al nuevo estado a la vez que repudiaba por débil la democracia participativa. El sistema heredado de la escuela prusiana sentó la base formativa de ese individuo disciplinado y acrítico que debía subordinarse al interés de un ente informe llamado la patria; en España, como en Italia, la educación dio forma al ciudadano religioso apabullado por la voz superior que lo impelía a la obediencia y a dejar en manos de otros los asuntos de la cosa pública. El mundo sufrió una transformación, ya lo saben, y fue una transformación de nuevo sin nosotros.

Los cambios sociales y políticos, severos o rutinarios, requieren el concurso de la ciudadanía. También, de una u otra forma, todo sistema político se pertrecha de mecanismos para que dicha ciudadanía quede siempre fuera del núcleo de decisión. Dicho de otra forma, el ciudadano contribuyente y consumista tiene un papel por el que se le aplaude, a cambio de que no repare en su condición de político. Que no sepa que le corresponde, y de esta manera nunca preguntará cómo ejercer ese papel.

En los 70 del siglo pasado, Michel Foucault desarrolló su concepto de biopolítica con el que explicaba la manera como el poder se encomienda a un entramado legal cuya misión es tutelar cualquier aspecto de la vida del ciudadano. Incluso lo físico más íntimo. Al fondo, la finalidad inconfesa de que el individuo nunca alce la mirada de su posición subalterna. Esta biopolítica se puede sostener en el tiempo si mantiene una pedagogía asociada, un sistema que permita comunicarla con éxito a cada nuevo miembro que vaya accediendo a esa sociedad. Como sistema educativo, su función es producir un tipo de ciudadano dócil, un ciudadano que renuncie, aunque sea inconscientemente, a su papel activo, es decir que asuma su condición de ciudadano despolitizado. Por supuesto, sin dejar de ser útil, así que en un mundo progresivamente tecnificado y dominado por el consumo, el ciudadano tiene que devenir el nuevo homo œconomicus: individualista, consumista, rabiosamente egoísta y adaptable a las nuevas exigencias que pueda ir planteando la economía.

En nuestro contexto actual, lograrlo ha sido sencillo gracias a nuestro sistema educativo: las leyes y disposiciones de todos estos años han conseguido con solvencia degradar la figura intelectual del/la docente, lo han ido reduciendo a mero estimulador o coach, se ha extirpado o dejado bajo mínimos los aspectos de la educación que impliquen un ejercicio crítico -Filosofía, p. ej.-, o simplemente la posibilidad de una estética -la Literatura, el Arte- y hasta ahora parece que ha dado buenos resultados. Si acaba imponiéndose la educación por competencias como se exige en todos los niveles, el nuevo ciudadano saldrá de su centro educativo jibarizado, a la altura del mero espectador. Será efectivo, dominará idiomas y herramientas digitales, pero será plausiblemente un individuo que desconfía de -y por tanto, desconoce- la política. Que el mundo siga cambiando nunca se percibirá como un peligro para quienes detentan las diversas estructuras de poder: el ciudadano así educado no interferirá a la hora de construir lo nuevo.

En fin, el mantra lo dice, que ha llegado la hora y todo está a punto de cambiar. Nos queda saber con exactitud en qué medida, para bien o para mal, el sistema educativo ha afectado a quienes ahora deberían reclamar el control del cambio. En la pantalla el panorama sigue pixelado, no parece definirse con precisión. Si sirve como síntoma, lo que apunta el ruido de las redes sociales es un panorama poco halagüeño. La evolución más o menos ha ido así: los primeros días revelaron una sociedad temerosa, sacudida por el aluvión de noticias y la orden de encierro; como era de esperar, el miedo llevó instantáneamente a la ira, previa la aclimatación de los ánimos por parte de diversos grupos políticos y medios aliados; al tercer día resucitó el espíritu de la audacia, y desde entonces cualquier usuario de redes sociales se presenta como experto en epidemiología, en macroeconomía, en psicología social, en geoestrategia política, en derecho comunitario y en filosofía de la educación.

En resumidas cuentas, la ciudadanía ha evidenciado lo que ya sabíamos quienes nos dedicamos a la enseñanza: que el ciudadano medio no está preparado para una crisis de estas dimensiones. Acostumbrados a decir siempre la última palabra, a despreciar la opinión de una profesora experta, a que siempre el sistema les conceda una segunda, tercera o enésima oportunidad de triunfar sin esfuerzo, el ciudadano medio sufre el encierro como una tesitura teñida de irrealidad. Amedrentado en su soledad, incapacitado para cultivarse y no habituado  a la solidaridad, sospecho que se muestra como fácil pieza para ser cobrada por diversos modos de la fascinación: las noticias falsas -procedan de donde procedan-, el patrioterismo vacuo, el mito de un líder con aura mesiánica cuya llegada siempre parece inminente.

Hay que decirlo de manera nítida: este es el momento de la Educación. Dirán que son otras las urgencias, que más adelante hablaremos de planes de estudio, pero que ahora hay que acudir a lo perentorio. Pues bien: no podemos permitirlo. Porque todo va a cambiar y ya no es posible confundir la educación con un método por el que se forma, más o menos exitosamente, mano de obra recambiable. Es la hora de una educación a la altura del reto que nos toca vivir. Para que el mundo no siga cambiando sin nosotros. Para que no se transforme -otra vez- en un mundo sin nosotros.

Fuente: Nueva Tribuna (4 de abril de 2020)