Por Santiago Demarco1
Hace tres años que vivo en la ciudad de Córdoba. Mi casa es un departamento pequeño, ubicado en el barrio Nueva Córdoba: lugar predilecto al que las familias clasemedieras del interior confían la seguridad y la comodidad de sus hijes, cuando la Universidad se configura en un sentido emancipatorio que tiene a la profesionalización como horizonte. No es un dato menor. Si bien no es mío ese sentido, sí forma parte de las vivencias que se gestionan en esta parte de la ciudad. Como mostra de otros lares, encriptada en esta burbuja espacial, he acostumbrado mi paso a la prisa y al latente estado de alerta que me habita en los caminos. Hablo del paso desconfiado que incitan los discursos de lo urbano, mientras camino de punta a punta la avenida Yrigoyen para llegar más rápido al otro lado. Pero mientras más fuerza requiero para el andar, más evidente resulta lo sinuoso en las veredas. Tanta baldosa floja suele pasar desapercibida, pero no es hasta que acontece la lluvia que notamos su presencia como malestar. Y no hablo sólo de mis pies mojados: hablo de los zapatos repletos de agua en el paso de tantxs, de la intención deliberada de cuidarle los suelos a sólo algunxs pocxs. En este tiempo en el que la crisis del COVID-19 aparece como granizo veraniego, como una tormenta imprevista sobre el terreno político, la geografía se inunda con la mierda escondida por años, que ahora brota de los resumideros. Rebalsan las napas y las bocas pluviales se pronuncian desbordadas. Mi madre envió desde San Francisco una encomienda con insumos sanitarios para que pueda cuidarme: lo primero que encuentro es una botella de medio litro de alcohol etílico al 96%, elaborado y fraccionado por Porta S.A. Esta planta que destila bioetanol está emplazada en el km 4,5 camino a San Antonio, y hace años que la movilización colectiva de los barrios aledaños denuncia su producción ilegal y desregulada, que condena a les vecines a la contaminación y al envenenamiento. Toda la provincia se desinfecta las manos para sobrevivir, mientras una comunidad continúa silenciada y postergada por la negligencia de la (in)justicia federal, resistiendo a la tanatopolítica que impregnan los acuerdos en favor del bolsillo del empresariado local, contra el suelo de tantas familias. Pero en la odisea céntrica el alcohol parece salvarnos, aunque no de otras baldosas flojas. En estos días fríos caminar por Chacabuco, por el tramo que conecta a la Universidad con el centro político de la ciudad, implica tropezar con camas espontáneas que solían ser bancos para esperar el colectivo. Abundan las mantas y colchones reciclados de personas en situación de calle, cuya única posibilidad habitacional es la intemperie y la solidaridad de les vecines. Ahora que el enemigo también está en los billetes (como si no fuera el dinero mismo un problema) el asistencialismo que revisten las limosnas también parece desvanecido. Los naranjitas de mi cuadra le cuidan sus autos al personal de salud de la Clínica Privada Aconcagua. Pero, ¿qué pasaría si en ese ínterin entre realizar un trabajo -precarizado, racializado, asimilado por la política como “oportunidad laboral”- y volver a casa con dinero suficiente, sea también el virus lo que se intercambie? Hablo de las posibilidades gestionadas para estxs trabajadorxs, que son atraídxs a la zona céntrica por las limosnas miserables que se les deja, sin ajuste a la inflación, sin derechos laborales, enfrentando los riesgos del contacto sin insumos sanitarios de prevención, quizás también con acceso restringido a servicios esenciales. Ahora que se hace imprescindible el pago bancarizado de los alquileres, ya no tengo que atravesar la plaza San Martín para abonar en efectivo y sin factura el precio de mi espacio. Pero mi costo de vida no ha variado mucho, como sí lo ha hecho el de las personas que solía encontrarme en ese recorrido. ¿Qué alternativa económica daría condiciones dignas a manterxs y vendedorxs ambulantes, trabajadorxs del espacio público, ahora que lo público sufre una especial estigmatización? Mientras tanto, el intendente comparte una foto en Instagram repartiendo tapabocas, y pone en marcha la “revalorización” del Parque las Heras, que ya sabemos qué implica políticamente en la distribución urbana, por ejemplo, para las economías autogestivas que allí encontraban su espacio de socialización. ¿Qué pasa con las trabajadoras sexuales de las denominadas zonas rojas, precarizadas también, que sólo disponen de esas configuraciones urbanas de la noche y la clandestinidad para efectuar sus intercambios? La moral sexual, meritocrática y de la obediencia se conjuga en esta posibilidad de aparición en el espacio público, y la respuesta siempre se torna restrictiva y represiva. La patrulla policial nos encuentra en cada esquina, nos mira a la cara y evalúa qué hacer con nosotres. La policía cordobesa, de largo prontuario tratante, narco y de liberación de zonas para el crimen organizado, hoy recobra sus fuerzas por un Estado materno que nos “cuida” de una pandemia global, pero que no hace más que profundizar las desigualdades que hasta ahora la distribución de las riquezas ha constituido como realidad sociocultural y urbana. Tanta miseria acumulada debajo de cada baldosa floja, muestra las prioridades que atiende la agenda política cordobesa, oligarca, terrateniente y conservadora, siempre al servicio de la propiedad privada y de los beneficios económicos del amiguismo empresarial. Vuelvo a caminar por la avenida Yrigoyen. Esta vez pienso en las tantas veces que se ha empalmado con la Velez Sarfield, la General Paz y la Colón, en el recorrido de las movilizaciones sociales por la ampliación y reconocimiento de derechos. El arzobispado de Córdoba -enclave de la violación sistemática de la libertad-, el ex centro de detención clandestino que en su momento fue la cárcel de Buen Pastor -hoy atractivo turístico vaciado de su historia-, siempre custodiados por las fuerzas represivas, a pesar de los gritos incendiados de quienes marchamos por el derecho al aborto, contra los femicidios, travesticidios y otros crímenes de odio, por el derecho a la tierra y a un ambiente sano, contra el gatillo fácil, por la educación pública y contra el ajuste, junto a las organizaciones barriales, villeras, feministas y disidentes. Porque la ciudad en la que vivo hace tres años, acumula en su camino numerosas baldosas flojas que intransigentemente siguen ahí, porque al sentido común cordobés que acompaña a este gobierno no le incomoda, no le inunda los zapatos en los días de lluvia. La ciudad que sueño poco tiene que ver con esto. En realidad, la ciudad que sueño implica primero la destrucción de sus cimientos: picar las baldosas flojas para apedrear todas esas estructuras construidas en favor del capitalismo, como aquel 29 de mayo emancipador. La ciudad que sueño vacía la fuente del perdón, y en lugar del agua sucia que destila la idea de reconciliación, emplaza una hoguera alimentada por los periódicos del blindaje mediático, las sotanas polvorientas impregnadas de abusos, y los acuerdos empresariales que hacen de nuestros derechos un territorio de explotación.
1Estudiante de la carrera de Licenciatura en Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC