Por Camila Perochena
Hace más de seis siglos, a través de un barco llegado de Asia, desembarcó en Europa la que sería la segunda pandemia en la historia de la humanidad que se llevó en pocos meses a un tercio de la población europea: la peste bubónica. Giovanni Boccaccio, en medio de aquella pandemia que arribó a Florencia en 1348, retrató la ciudad devastada por la llamada peste negra en su célebre Decamerón: muertos abandonados en las calles, huidas masivas de la ciudad, olores nauseabundos, personas solas y agonizantes a la espera de una muerte dolorosa y deshumanizante. Según su relato, “de tales cosas nacieron miedos diversos e imaginaciones en los que quedaban vivos, y casi todos se inclinaban a un remedio muy cruel como era esquivar y huir de los enfermos y de sus cosas; y haciéndolo cada uno creía que conseguía la salud para sí mismo”. El pánico generado por la peste parecía inédito entre los contemporáneos. Se trataba de una enfermedad contagiosa como nunca antes se había visto, hasta tal punto que la idea misma de contagio se expandió a partir de allí en el vocabulario médico. Al temor por la vertiginosa e imparable transmisión del mal se sumaban la incertidumbre y el desconocimiento sobre sus causas y tratamientos para curarla.
El terror, sin embargo, calaba aún más hondo: la peste ponía a los seres humanos frente a una nueva forma de muerte. Ya no se estaba ante lo que Philippe Ariès llamó “una muerte domesticada”, que les daba a las personas un margen de tiempo para aceptar la aproximación del final; un tiempo en el que se ponían en marcha creencias, prácticas y rituales que ayudaban a enfrentarla. Antes de la peste, los familiares del enfermo podían acompañarlo en sus últimas horas, los curas llegaban para dar la extremaunción, el cuerpo era velado y trasladado a la iglesia por sus seres queridos y luego enterrado en un cementerio. Estos rituales hacían, y aún hoy hacen, de la muerte un momento más aceptable y comprensible.
La muerte por la peste bubónica, en cambio, era repentina y masiva. La rapidez con que las personas infectadas perdían la vida fue descripta por Boccaccio: “Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a quienes no otro que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados del otro mundo”. La muerte sorprendía sin haber recibido la extremaunción, desafiando la creencia de que el alma partía sin estar libre de pecados. No solo eso. Las víctimas morían solas y abandonadas por sus seres queridos por miedo al contagio, los cuerpos eran dejados en las puertas de las casas para que las carretas los recogieran y fueran enterrados en fosas comunes. Según Boccaccio, a los hombres que morían se los cuidaba “como se cuidaría ahora de las cabras”.
Con la llegada de la peste, los hombres y mujeres ya no estaban, pues, frente a una “muerte domesticada”, sino ante lo que el historiador Frank Snowden ha denominado la “muerte desatada”. Muchos huían de las ciudades, como lo hicieron los jóvenes personajes que protagonizan el Decamerón siete mujeres y tres varones, que se aislaron en una casa de campo en las afueras de Florencia para que la peste no los alcanzara. Los primeros en marcharse eran los sectores sociales más altos, imitados luego por burgueses y sectores populares urbanos. La mayoría interpretó que la epidemia era un castigo de Dios y apeló a prácticas religiosas para intentar aplacar su ira, incluida la autoflagelación pública para expiar las culpas y enfrentar el castigo divino. Pero el miedo llevó también a buscar chivos expiatorios en los judíos, los leprosos o los extranjeros. En algunas regiones, miles de judíos fueron quemados vivos porque se los acusaba de haber envenenado los pozos de agua.
No todas las respuestas que se dieron en el siglo XIV apuntaron al cielo o buscaron culpables. En su libro Epidemics and Society, Snowden explica que con la peste se desarrollaron las primeras formas de salud pública. La situación de excepción llevó a que diversas ciudades convocaran a médicos, que conformaron juntas de salud y que, en el contexto de emergencia, tuvieron autoridad y fuertes atribuciones para ejecutar las políticas que demandaba la extraordinaria situación. Así fue como, frente a la idea de contagio que comenzó a penetrar en la ortodoxia médica, nació la práctica de la cuarentena como solución de salud pública. Si bien la palabra “cuarentena” tuvo su origen en el siglo XV, desde fines del siglo anterior las autoridades de algunas ciudades comenzaron a ordenar la reclusión. El aislamiento no funcionaba como un remedio, sino como una forma de prevenir la expansión de la enfermedad. Los enfermos eran aislados en hospitales especiales, conocidos como lazaretos, y muy pronto las ciudades fueron sitiadas y protegidas por tropas. Escuadrones de soldados impedían el acceso de extranjeros, las personas eran obligadas a encerrarse en sus casas, y una medida extrema como la de la “cuarentena general” implicaba que en los barrios donde había focos infecciosos se sellaran las puertas de las casas y se colocaran vigilantes que tenían la orden de arrestar o matar a quienes se atrevieran a salir.
A partir de la devastadora pandemia de la peste negra, que continuó apareciendo bajo la forma de epidemias locales por los siguientes cuatro siglos, la cuarentena demostró ser la medida más efectiva para evitar su propagación. Snowden sostiene, en este sentido, que la mayor enfermedad endémica de la historia europea no fue eliminada por el avance de la medicina o la ciencia, sino por el despliegue del poder militar y de medidas adoptadas por las máximas autoridades políticas para garantizar el aislamiento.
Desde ya que la historia no se repite y la pandemia actual no es igual a la de la peste bubónica, ni en su origen, ni en las formas de contagio, ni en los síntomas o las formas de morir. Tampoco requiere las extremas medidas que hemos descripto del pasado, cuya dureza no dejaba de estar acorde con los tiempos en los que se fueron desplegando. No obstante, muchas sensaciones, miedos, reacciones y remedios tienen un aire de familia con lo vivido hace más de seiscientos años. La rapidez del contagio y la escalada en el número de muertos nos coloca frente a la percepción de una “muerte desatada”, repentina y masiva. Si bien el desarrollo científico nos permite entender cuál es el origen del nuevo virus, no faltaron quienes recurrieron a explicaciones astrológicas o buscaron culpables entre las personas de origen chino o entre aquellos que viajaban al exterior y volvían a sus países de residencia. Pero de todos los aspectos mencionados, lo que más nos acerca a aquellos que padecieron la peste bubónica es la incertidumbre que genera la falta de un horizonte de salida de la crisis. En palabras de Jean Delumeau, “al desestructurar el entorno cotidiano y bloquear todas las rutas de futuro, la peste sacudió de este modo, por partida doble, las bases del psiquismo tanto individual como colectivo”. En esta repentina desestructuración de las rutinas, lamentablemente hay millones de hombres y mujeres que no pueden aspirar a la bucólica reclusión que relataba Boccaccio, organizada a partir del compromiso de cada uno de los personajes de narrar una historia en las sucesivas noches para sobrellevar las dos semanas que abarcaron las jornadas del Decamerón.
Fuente: La Nación (13 de abril de 2020)