Volver a Jóvenes en cuarentena
Por Guillermina Urtubey**
Pareciera que todo ha cambiado en un instante sin que nos diéramos cuenta. Estamos cayendo y no tenemos de dónde agarrarnos. Nos asusta los que está pasando y lo que pueda pasar, pero sentimos que no podemos cambiarlo. Estamos encerrados y vemos como todo pasa frente a nuestros ojos sin poder apreciarlo. Y estamos tan solos. Estamos solos. ¿Estamos solos?
A veces nuestras voces se pierden en el mar de noticias que nos bombardean y nuestras experiencias se hunden solitarias. “¿Qué está pasando?”, “¿Y por qué me siento así?”, “Estoy solo/sola.” Tantos pensamientos que inundan nuestra mente de miedos e inseguridades, y no paran. Todo va tan rápido y tan lento. Pasa de todo y no pasa nada. Y seguimos acá, con miedo. ¿Y los jóvenes? ¿Qué estamos haciendo? ¿Estamos perdidos? ¿O asustados?
Escribo esta historia porque tengo la esperanza de que algún día alguien la lea, y tal vez diga “bueno, puede que no esté tan solo”. Porque esta historia no intenta ser extraordinaria, intenta alzar la voz sobre aquellas injusticias pero también aquellos temores y sensaciones que nos afectan como jóvenes, y más en este contexto de aislamiento e incertidumbre.
Franco es un chico “como nosotros”, “común y corriente”. Vive en Córdoba, trabaja en un Call Center y estudia Trabajo Social en la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC. Tiene sus aspiraciones y deseos. Quiere recibirse y poder ejercer su profesión como trabajador social. Este año parecía ser prometedor para él, volvía a estudiar y pensaba que tal vez podía inscribirse a algún proyecto de investigación en la facu o participar de algún programa. Pero como a muchos de nosotros, la cuarentena le cayó como un balde de agua y le puso freno a sus expectativas para el año. De repente, tuvo que adaptarse a una nueva modalidad de trabajo y de estudio que le demandaba más tiempo y esfuerzo.
Franco trabaja en el call center hace aproximadamente un año y medio. Hace cobranzas para tarjeta naranja. Antes de la cuarentena, dice que la modalidad era relativamente amigable, dentro de lo que se puede en un call center. Solo se comunicaba con los clientes a través de mensajes y raramente hacía llamadas.
Los días antes de la cuarentena, todo estaba en ebullición. A pesar de que ya existían ciertas restricciones y los riesgos del virus eran abiertamente conocidos, veían que compañeras embarazadas o compañeros/as que pertenecían a grupos de alto riesgo, seguían yendo a trabajar. Todo este universo de gente, con personas que eran población de riesgo o necesitaban licencia para cuidar a sus hijos, seguían exponiéndose al virus, y ellos, sin noticias. Quisieron hablar con sus superiores por la situación. “Che ¿Qué pasa? Con todo lo que está pasando afuera y nosotros seguimos acá en un call center donde nos sentamos uno al lado del otro”, comentaban a su supervisora. “Y no es que tenga muy buena estructura y logística acá donde estamos”, me comenta a mí. Pero no parecían recibir respuesta. Ya desde el vamos, desde antes de empezar la cuarentena, empezaron a renegar. Había algunos compañeros que se habían enfermado y seguían en la incertidumbre de no saber qué pasaba. De un día para el otro, fueron a trabajar y les dijeron que cada uno se llevara una computadora y empezar a hacer teletrabajo. Dice que él tiene “suerte”, porque vive en un barrio cerca del centro donde llega el internet, pero no todos cuentan con esas posibilidades. Y la nueva modalidad imposibilitaba a quienes no tenían internet de continuar trabajando. Un día, ya aislados y en cuarentena, se enteraron de que a esos compañeros no les estaban pagando su sueldo completo. Estaban incomunicados y recibían muy pocas directivas de sus supervisores, lo que les imposibilitaba reclamar.
Les cambiaron la gestión de trabajo, y de un día para el otro paso de esta gestión más “amigable”, a atender llamadas durante seis, siete o incluso ocho horas. Se sintió violentado, no estaba acostumbrado a esta modalidad que les había sido impuesta repentinamente y seguían sin poder reclamar. Les cancelaron el “sistema de premios” que tenían en base a la obtención de promesas de pago, lo que implicó perder un ingreso del que dependía, sin que disminuyera la exigencia de resultados e incluso aumentará. Y a todo esto, se suma la carga psicológica de estar “apretando” gente a la que en esta situación se le complica pagar. Y a pesar de que ellos siempre tienen la iniciativa de proponer formas diferentes de acomodarse sin tener que recurrir a lo que les proponen, que casi siempre es “atornillarlos” y presionarlos más, no recibían respuesta de sus empleadores.
Está disconforme con su trabajo pero la cuestión económica no le es ajena. No le gusta su situación laboral pero lo necesita y le preocupa lo que pueda pasar, el futuro.
Sin embargo, el trabajo no es la única de sus preocupaciones. El estudio también se le termina complicando. Dice que a veces se siente como un gran cúmulo de tareas y no puede diferenciar las distintas esferas de su vida. La división entre los tiempos de trabajo, estudio o descanso se hace borrosa. Ninguna de sus actividades le da un respiro. Todo se está dando en el mismo espacio y tiempo. Se entremezcla el estudio con el trabajo y no puede separarlos.
El estudio, ha pasado a ser solo una responsabilidad y una obligación y es difícil disfrutar aquella dimensión recreativa o creativa que tiene el estudiar en la facultad. Ha perdido ese momento de diálogo y charla con sus compañeros que ahora echa de menos.
“En la facu te encontrás mucho con el resto y es complejo hacerlo solo”, me cuenta Franco, y yo pienso en lo mucho que acuerdo con esto que dice. Es verdad, en la facu, te encontrarás mucho con el resto. En el aula, en los pasillos, en la charla casual, siempre hay alguien con quien compartir. Y ahora pareciera que estamos empezando todo de nuevo, y sin nadie que te acompañe. Pero bueno, tal vez podemos entenderlo como un nuevo eso, un nuevo comienzo. Y esto hace Franco. Es verdad, puede que sea algo limitante y muy diferente a lo que esperaba, y hay tantas cosas que quería hacer que ha tenido que abandonar, pero es un comienzo al fin. Quiere terminar la carrera y dedicarse a lo que le gusta.
A veces la situación le enoja mucho, está cansado y no quiere hacer nada, pero tiene muchas cosas que hacer y no puede descansar. Y se siente solo. De vuelta solo. Y saben ¿qué? Yo también me sentía así. Estaba cansada y sola y me preocupaba mucho no poder. No sabía ni qué era lo que no podía hacer, pero no podía. Y después Franco me contó su historia. Y es una historia que es solo suya, pero en el fondo, sentía que todas las sensaciones que me relataba las estaba viviendo en carne propia. Él también se sentía solo, y confundido, y estaba un poco enojado. Y de repente, ya no me sentí tan sola. De repente, mis emociones encontraban alguien en quien apoyarse, alguien para conversar y que las entendía. Alguien que sentía lo mismo.
Cuando digo que la historia de Franco no es “extraordinaria”, no es porque no sea valiosa, sino todo lo contrario. Porque no necesitamos ser una excepción para ser alguien. No necesitamos cruzar mares y montañas para que nuestras historias sean escuchadas, porque vale la pena que sean contadas. Porque lo que sentimos es válido. Y a veces es necesario vernos reflejados en las experiencias de otros para sentirlo así. Por eso cuento esta historia, porque es importante y porque vale la pena. Y para que hoy, más que nunca, podamos sentir, que no estamos solos. No estamos solos.
*La historia aquí relatada es producto de una conversación por Whatsapp con Franco, un estudiante de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales, que reside en Córdoba Capital.
**Estudiante de Sociología y Ciencia política de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC y ayudante alumna del proyecto “Jóvenes, educación, trabajo y participación: Estrategias y circuitos de acceso que los jóvenes de sectores populares despliegan en contextos y tiempos de restricciones”, bajo la dirección de la Mgter. Patricia Acevedo.