Mi país… abierto en dos

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Por Raúl Héctor Arias1

Córdoba creció a un ritmo incesante, junto con el desarrollo industrial llegaron miles de personas, del interior, del campo, buscando mejores oportunidades de trabajo, pero también de distintos rincones del mundo, escapando de la guerra y del hambre. La ciudad los cobijó entre sus iglesias y sus universidades, entre su fe y sus contradicciones, su espíritu conservador se conmovía ante la emergencia de una nueva realidad.

Los nuevos barrios de obreros le dieron una fisonomía distinta al entramado urbano, ubicados en la periferia, cerca de las fábricas, donde el valor del suelo no contradecía el sueño de la casa propia. Fueron los años de la posguerra, del Estado de bienestar, del pleno empleo.

El sueño de la Argentina pujante se difuminaba con los años, la voracidad del capital foráneo junto con la complicidad de la clase política vernácula, militares de por medio, la confinaron a ser proveedor de materias primas en el concierto de la distribución internacional del trabajo que tan magistralmente dirigieron los países centrales.
Este recorrido histórico, este proceso, se constituye con personas de carne y hueso, reales, concretos, algunos beneficiados con el sistema, pero una gran mayoría excluidos  o desalojados de la posibilidad de dignificar su existencia. Ese modelo promovido por intelectuales del stablishment internacional tenía su contraparte en pensadores que describían y analizaban con suma preocupación las desigualdades sociales que generaba.

El paso del feudalismo a la sociedad industrial constituyó el “hombre libre”, eufemismo que disfraza la figura de un ser pobre, que sólo tiene su fuerza de trabajo como propiedad, deambulando en una sociedad que otorga poder, para disponer de la vida de los otros, al poseedor de tierra y medios de producción. Ese modelo de sociedad que se recortaba en la modernidad ya presagiaba un futuro incierto para gran parte de la humanidad, porque la producción de bienes a escala industrial generaba riqueza para unos pocos y, en total sincronía, la desventura para una gran mayoría. Ese mundo de la superproducción se vio estupendamente interpretada en la película del gran comediante, genio, Charles Chaplin “Tiempos modernos”. Esas jornadas de trabajo en serie que llevaba a la alienación del obrero gradualmente fueron reemplazadas por otras formas de producción con la intervención de la robótica y la informática. Las largas jornadas de trabajo dieron paso al desempleo, y el desempleo agudizó los procesos de desigualdad existentes.

El capitalismo se consolidó como sistema de producción, modeló una forma de concebir la vida en clave de consumo, una tendencia que crece día a día a costa de sacrificar el futuro de las próximas generaciones en términos ambientales. Pero su peor rostro, el neoliberalismo, entronizó al mercado y catalizó la especulación financiera a límites, todavía, insospechados.

Y es así que el coronavirus, y sus lamentables consecuencias en términos de muertes, solamente corrió el telón que disimulaba la verdadera escena. América Latina es el continente más desigual, y Argentina no es ajena a esta problemática. La transformación urbanística de Córdoba revela las tendencias que el neoliberalismo viene imponiendo, una ciudad donde los circuitos de interacción social se encuentran cada vez más fragmentados; donde la especulación inmobiliaria se traduce en el encarecimiento del valor de la tierra y de la construcción de viviendas, imposibilitando el acceso a los sectores de menores recursos.

Un sistema que naturaliza la desigualdad y un discurso que desde lo político omite pronunciarse sobre esta problemática. No pretendemos hacer una denuncia sino un llamado a la reflexión, porque hablar de exclusión en términos abstractos o categoriales nos oculta el sufrimiento de los que menos tienen, ese sufrimiento que tiene que ver con la imposibilidad de proveerse de elementos básicos para desenvolverse y desarrollarse con plenitud en la vida.

Y esta crisis obligó al gobierno nacional a decretar el Aislamiento preventivo como una forma de evitar que el virus se convierta en pandemia, esta situación privó a gran parte de la población de la posibilidad de salir a ganarse el sustento diario a través de su trabajo, los más perjudicados son los trabajadores informales, los denominados precarizados. Los que limpian parabrisas, los que cuidan autos, los que salen a juntar cartones y papeles, los que vemos en las calles de Córdoba en sus desvencijados camiones, en sus carros remolcados por caballos.

Hay una canción de Ariel Borda, un reconocido cantautor de nuestra ciudad y director del coro de la Facultad de Ciencias Sociales, que describió musicalmente estos personajes que forman parte del paisaje urbano nuestro en “Los de la orilla”, una canción que nos interpela, sin ánimo de romantizar la pobreza ni, mucho menos, naturalizarla, y nos obliga a comprender la contingencia de haber nacido en un hogar, una familia, un barrio pobre. Comprometerse, empatizar, se convierte en el gran desafío de la comunidad en su conjunto para superar, aunque sea en parte, esta gran injusticia social.

“Esos de la orilla / los del canal / los de la villa…
que andan a pie / o en un camión / matan el frío con cartón…
Son el populacho / les gusta el vino y andan borrachos…
rezando a un Dios / de carnaval / jurando fe en el basural…
Si quieren ver / a donde van / prueben de comer tan solo pan…
Esos  de la orilla / los del canal / los de la villa…
saben parar un chaparrón / con un pedazo de latón…
Son los botelleros / de mi ciudad / son los poseros…
son mi país / abierto en dos …
ALGO DE MÍ ALGO DE VOS…

Para el que quiera escucharla:

 

 

1 Estudiante de las carreras de Licenciatura en Sociologìa y Licenciatura en Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC